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El arte de lavarse las manos

El arte de lavarse las manos

Waldo Peña Cazas

En la praxis política, es importante saber cómo eludir responsabilidades, y todo hombre público debería recordar al maestro Pilatos, que elevó la bellaquería a una forma de arte: “¿Qué es la verdad?” –preguntó, para lavarse las manos–. Pero los políticos criollos son muy chabacanos: para justificar abusos de poder o metidas de pata se reducen a alegar ignorancia o achacan las culpas a un chivo expiatorio. Así ha ocurrido con la sangrienta represión en Caranavi y con la golpeadura a indígenas en marcha.
Las formas más elementales de autoridad, o sea de poder, comienzan en el ámbito doméstico, en las relaciones hombre–perro, amo–criado, marido–mujer, padre-hijo, etc. Este orden de jerarquías naturales es mucho más complejo en las relaciones entre hombres, clases, estamentos, castas, pues es imprescindible algún sistema para regular el funcionamiento de una sociedad políticamente organizada, lo cual sólo es posible con una autoridad estable y con poder para imponer sus decisiones. Para Aristóteles, el poder debe radicar en las leyes; pero, ¿quién maneja las leyes? Los poderosos, casi siempre a su antojo. Montesquieu ya advirtió que las sociedades, cada vez más complejas, exigen una división del poder en diversas ramas para evitar abusos y garantizar el equilibrio y la justicia.
Teorías aparte, en toda sociedad organizada el poder y la autoridad se ejercen por pocos sobre muchos; pero no todos tienen igual autoridad, pues siempre hay alguien con mayor poder que los demás, y por tanto con mayor responsabilidad. Nadie es poderoso por sí sólo, pues el poder es siempre piramidal, con multitud de anónimos activistas en la base y con tercerones y segundones más influyentes conforme se asciende a la cúspide. Ahí arriba, en la cima, está el responsable de todo desbarajuste ocasionado por él mismo o por los pobres diablos de abajo. Los ciudadanos comunes estamos sujetos a una autoridad casi siempre autoritaria que nos convierte en víctimas pero nos exime de responsabilidades.
Por un viciado sistema presidencialista, los mandatarios bolivianos son virtualmente el Estado, pues tienen atribuciones legales casi ilimitadas y acumulan un poder ilegal tan grande que haría palidecer de envidia a Tamerlán o a Gengis Khan. No existe un poder fiscalizador, y pueden decir “El Estado soy Yo”, con el mismo desparpajo de aquel rey francés que acabó con la cabeza cercenada. Además, el poder está en manos de individuos ignorantes de que su función es temporal, como resultado de una unión de voluntades, y no exclusivamente de la suya. Primero es siempre el individuo, y por obra y gracia de la unión de las voluntades individuales se establece una sociedad, que necesita de un poder legítimamente delegado para funcionar eficazmente.
Pero, a pesar de la evolución de las ideas, aún predomina la filosofía política clásica que considera al Estado como el terreno de la acción política por excelencia. Así, mucha gente cree que hacer política consiste en pelear por el poder para usar el Estado como un instrumento de fines personales, o sea en ordenar u obedecer, acatar o rebelarse, imponerse o someterse. Esta filosofía política está ya senil, y habría que reelaborar sus fundamentos y postulados. Se podría comenzar precisando los verdaderos conceptos y significados del vocabulario político, para que nadie lo entienda a su manera y según su conveniencia.
Un hombre de Estado puede equivocarse; pero un elemental deber de dignidad y de conciencia exige admitir los propios errores y asumir las consecuencias,
El autor es escritor