COLUMNA VERTEBRAL

La carta democrática cojea

La carta democrática cojea

Carlos D. Mesa Gisbert

Lo ocurrido en Nicaragua en la reciente elección presidencial es la expresión de la debilidad institucional de algunos países latinoamericanos, pero muy especialmente de nuestros organismos supranacionales, sean estos hemisféricos o regionales.
La razón: La reelección del Presidente Daniel Ortega ha pasado por alto la Constitución nicaragüense. A diferencia de lo que ha ocurrido en otras naciones en las que los presidentes que querían la reelección, han modificado sus constituciones o las han interpretado a partir de muy discutibles lecturas de estas, en el país centroamericano Ortega fue mucho más lejos. Alegó que la prohibición expresa de reelección establecida en el texto constitucional “vulneraba sus derechos políticos”. La Corte de Justicia le dio la razón y lo habilitó. Una Constitución es la Ley de Leyes de una nación, a la que están sometidos todos los ciudadanos. Los derechos políticos de cualquiera de ellos están sujetos a las normas constitucionales que son de aplicación universal, y que responden al acuerdo de una sociedad sobre la forma de gobernarse, parte de la cual es la definición del término de un mandato, su periodicidad y la posibilidad o no, de una o más reelecciones.
El Presidente Ortega ha ganado la reelección apoyado en una acción discrecional y arbitraria de un Poder bajo su control que sienta un pésimo precedente en la región.
La pregunta aquí es; si la Carta Democrática y el conjunto de instrumentos suscritos por nuestros países para fortalecer el sistema democrático y su institucionalidad, aceptan excepciones impuestas por el Poder Ejecutivo de un país ¿Cuál es su verdadera razón de ser?
Esta acción concreta de un gobierno que vulneró su Constitución y, con el control sobre otro Poder, en este caso el Judicial, desconoció de manera flagrante una limitación constitucional, se hizo sin que un solo organismo internacional, basado en los compromisos firmados por el país en cuestión, objetara mínimamente tal arbitrariedad.
¿Por qué ocurrió? Porque la legislación interamericana, los principios de defensa de la democracia y las estrictas reglas que permiten a la comunidad internacional decir su palabra y, más que eso, obligar a un Estado a modificar un comportamiento que vulnera sus principios, está supeditada al filtro implacable de los gobiernos, que son quienes detentan la representación nacional en las organizaciones como, por ejemplo, la OEA.
Esta realidad nos lleva a una dramática conclusión: que no hay freno a la práctica de gobiernos de países que ejercen acciones inconstitucionales y en más de un caso dan golpes de Estado, casi siempre contra el Poder Judicial. En situaciones como estas, simplemente les es imposible a los afectados contar con un espacio para denunciar el hecho ante el hemisferio o la región en la palestra correspondiente (OEA, Unasur, etc.). Si ocurre lo contrario, en cambio (Honduras), el Ejecutivo afectado sí cuenta con respaldo internacional.
Se dirá que un camino posible es la Comisión Interamericana o la Corte Interamericana de DDHH (CIDH). Sí, con un pero. En casos específicos la CIDH ha funcionado, pero cuando el tema afecta a la política “grande” de un país, hay filtros, vetos o dilaciones que hacen inviable, o la emisión de un fallo o la oportunidad de éste, limitando casi totalmente la aplicación del instrumento que evite los excesos del gobierno de uno de sus miembros.
Es, en consecuencia, indispensable la creación de un mecanismo que libere a las organizaciones internacionales de la tiranía de los gobiernos. La respuesta para hacer posible esa apertura no es fácil pero debe estudiarse en profundidad y aplicarse, de modo tal que cualquier poder de un Estado, u organizaciones políticas legales de oposición, puedan apelar con plenas posibilidades de ser escuchados y atendidos, sin que un solo embajador de un gobierno determinado haga imposible el ejercicio de ese legítimo derecho.
Hemos llegado a un punto en el que la compleja trama tanto institucional como legal para proteger a la democracia en la región no es eficiente y no cumple una de sus tareas más importantes.
La consecuencia está a la vista, es la deformación de uno de los valores centrales de la democracia; el cumplimiento estricto de la Ley, al que se suma la idea inaceptable de que el freno al poder absoluto, la moderación del poder concentrado en una sola persona, la certeza de que ninguno de los poderes esté en la práctica por encima de los otros, y el respeto a los derechos de todos, no son características indispensables para que un pueblo desarrolle libremente sus potestades colectivas e individuales.
El drama de algunas de nuestras naciones es que una vez cometida la arbitrariedad y vulnerada la ley, la legalidad disfraza la ilegitimidad y el tiempo va disimulando la herida mortal. La repetición de esta práctica acaba por borrar la diferencia entre una cosa y la otra, y consagra lo que debió haberse impedido desde el primer momento. Esto es posible además por el ejercicio ilegítimo del poder ganado legítimamente. El voto que lleva a alguien a la presidencia no es un cheque en blanco para que quien gobierna vulnere la democracia que lo ungió.
Mientras la comunidad latinoamericana no resuelva este grave déficit, la aplicación de la democracia plena en todas nuestras naciones será imposible.
El autor fue Presidente de la República