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Perdón, creí que era Margot

Perdón, creí que era Margot

Waldo Peña Cazas.- ¿Tiene algún sentido que potencias mundiales pretendan explicar su negativa a permitir aterrizaje al avión presidencial de un pequeño y débil país? La sospecha de que había abordo un espía disidente es un pueril pretexto, como si un malandrín se disculpase ante una dama después de manosearla en la calle: “Perdone, pensé que era Margot”.
Hay ofensas inútiles y crímenes injustificables; pero el tiempo sepulta los agravios y cura las heridas, de modo que los abusos deben justificarse en el momento u olvidarse para siempre: hace años, después de siglos de silencio, el Vaticano cantó un mea culpa por los “excesos” de la Inquisición. Poco antes Alemania había aceptado indemnizar a las víctimas del Holocausto judío, y Japón había pedido perdón a la China por sus crímenes de guerra. No está mal; pero para las víctimas no corre el tiempo, porque suyo es el sufrimiento y la justicia no debe estar sujeta a término ni condición.
¿Por qué estos repentinos actos de contrición de quienes creen que sus crímenes son heroicos? ¿Por qué los culpables remueven cosas del pasado, abriendo heridas que parecen haber cicatrizado? Si alguien se sabe honestamente inocente, ¿por qué no se queda callado, y punto? Todo lo que tiene que hacer un poderoso es dejar las cosas como están, pues si comienza a dar explicaciones significa que ya no es tan poderoso.
Nunca, en la historia de la humanidad, un mandamás se ha sentido culpable de nada, y de ahí que Estados Unidos no necesita mostrar arrepentimiento por masacres como las de Hiroshima y Nagasaki, o por las atrocidades cometidas en su base de Guantánamo. Por supuesto, por lo menos en teoría, también los poderosos pueden arrepentirse, o sea sentir pesar por algo que hicieron o dejaron de hacer; pero eso depende del éxito o del fracaso del abuso. El arrepentimiento, si es sincero, sirve para aliviar la conciencia, aunque no para reparar el daño; y si es postizo, sólo para aplacar el miedo a la venganza o para otro cálculo inconfesable.
Un genuino arrepentimiento por lo que se hace para conquistar el poder o para conservarlo, implicaría una renuncia a ese poder, que tiene capacidad para convertir el crimen en heroísmo. En la Argentina, mientras las Madres de la Plaza de Mayo pedían justicia con un clamor sordo e impotente, a Carlitos Menem no se le movía un pelo de las patillas, y las llamaba “viejas locas”. Su tierno corazón se condolió más bien por los criminales encarcelados, a quienes indultó porque eran parte del poder.
Pedir reconciliación poniendo un borrón al pasado y perdonando a los culpables es negar justicia a las víctimas. Por lo demás, ¿acaso los militares argentinos y chilenos están golpeándose el pecho, imponiéndose penitencias, ayunos o flagelaciones para expiar sus culpas? No, señor, están calladitos, haciendo la vista gorda, y sólo abren el pico para justificarse, cuando el clamor de justicia se hace ensordecedor. ¿Para qué van a hurgar el avispero sin motivo, si creen firmemente que hicieron lo correcto, y que volverían a hacerlo si pudieran?
Estados Unidos nunca pedirá disculpas a Bolivia, e intentará más bien explicar el incidente a su manera, porque en los hechos ha promovido la alcaida imagen de Evo Morales. Hay en el trasfondo algo inmutable: el sentimiento mesiánico norteamericano, acompañado siempre de un menosprecio a los débiles. Es la soberbia del poder, que denunció hace años William Fullbright, nada más y nada menos que senador de ese país.