EDITORIAL
¿En quién confiamos?
¿En quién confiamos?
Si se degrada la palabra como se lo está haciendo, ¿cómo podría existir un mínimo de confianza entre gobernados y gobernantes?
El magistrado del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) Gualberto Cusi ha lanzado, una vez más, una declaración sobre la decisión de ese cuerpo de habilitar a los primeros mandatarios para una "re reelección" –expresamente prohibida por la Constitución Política del Estado– que pone el dedo en la llaga de la crisis de confianza que hay entre gobernantes y gobernados. Él ha dicho que "al margen de que no procede constitucionalmente una nueva elección, está la promesa del presidente Evo Morales de no postularse para un tercer mandato (...) la misma que no cumplió". Explicó que en "el mundo indígena y fundamentalmente aymara, la palabra es ley, es algo sagrado".
Habrá que agregar que la palabra es ley en toda sociedad que respeta mínimos niveles de convivencia pacífica porque da cuenta de la entereza humana de quien la profiere y la mantiene.
Sin embargo, producto de una lectura maniquea de textos ideológicos, se intenta revertir ese universal principio y crear la costumbre de que la palabra vale mientras conviene a quien la dice. Se llega a tales niveles que, como ha sucedido con la promesa de no habilitarse a una "re reelección", se quiere hacer ver como virtud el incumplimiento de la palabra empeñada (con un agravante: ésta fue dada no sólo ante el país, sino también ante testigos de la comunidad internacional).
Además, en los últimos días han aparecido declaraciones que confirman esa ingrata percepción. Las más demostrativas son sobre el caso de las denuncias de requisa de aviones brasileños. Salvo el Ministro de Defensa, quien afirmó no conocer el tema y que instruiría la respectiva investigación, varios de sus colegas no tuvieron ningún rubor en desmentirlas y calificarlas, entre otros calificativos, como "una tomadura de pelo" o responder a intereses políticos "de derecha", sin ni siquiera pedir disculpas cuando el Ministro de Defensa, pese a ser el único que actuó como corresponde, leyó un comunicado confirmando que no sólo se había requisado un avión brasileño en el que viajaba un dignatario de estado de ese país, si no otros dos más.
Los otros funcionarios, a los que se debe añadir un parlamentario oficialista que afirmó que la denuncia era una venganza del embajador brasileño pronto a dejar el país, no sólo que no se disculparon por la mala información, sino que aprovechando que las denuncias se equivocaron en fechas, pero no en los hechos, justificaron su desprolija actuación y ratificaron su tradicional postura de echar la culpa al empedrado.
Otro ejemplo de esa desvalorización de la palabra es la recurrencia a tergiversar, con evidente mala fe, intervenciones de eventuales adversarios, haciéndoles decir afirmaciones que no han difundido.
Con esta actitud, la ciudadanía ya no sabe en quién confiar. Si se degrada la palabra como se lo está haciendo, ¿cómo podría existir un mínimo de confianza entre gobernados y gobernantes? Nuestra democracia y el mismo decurso político-ideológico en vigencia y construcción se beneficiarían si se reflexiona al respecto y se procede a hacer un cambio radical, haciendo prevalecer, por sobre todo interés circunstancial, la palabra ofrecida.
|