DÁRSENA DE PAPEL
Las palabras dicen
Las palabras dicen
Oscar Díaz Arnau.- Las palabras respiran. Tienen vida propia. Alzan vuelo ni bien se dicen. Pero algunas no llegan a decirse nunca: “Javier Villafañe busca en vano la palabra que se le escapó justo cuando iba a decirla. ¿Adónde se habrá ido esa palabra que tenía en la punta de la lengua? ¿Habrá algún lugar donde se juntan las palabras que no quisieron quedarse?...” (Galeano).
A veces es mejor que se vayan a otra boca; cuando salen escapando, despavoridas, probablemente no se digan por falta de mérito… Con permiso del uruguayo, creo que las palabras tienen las mismas posibilidades de reunirse en alguna parte que de pertenecer a alguien y que solo sus dueños sean los depositarios de ellas y nada más que de ellas.
Hace unos días, mucho tiempo después de preguntarse dónde se juntarían las palabras que no alcanzan a decirse, Galeano trajo las suyas a La Paz y Sucre; las palabras se pasean con decidores. Y qué bueno por ellas, porque se dicen en diferentes lugares, siempre y cuando no se escapen antes de que alguien decida tomarse el atrevimiento de decirlas.
No sabemos tanto de las palabras como nos imaginamos. Por ejemplo, cuando caemos en una de esas lagunas que congelan las ideas creemos que las palabras estaban ahí, prestas, para nosotros, en la mente. Pero ellas respiran, tienen vida propia y alzan vuelo, incluso antes de que lleguen a decirse.
Frente a semejante autonomía, no conviene concentrarse mucho en disponer de las palabras sino en administrar mejor los silencios. “Yo combato contra la inflación palabraria… nos hace más daño que la inflación monetaria”, dijo Galeano. El recordado Jesús Urzagasti, probablemente el más claro decidor de las letras bolivianas en nuestro tiempo, predicaba la escritura que intercala silencios entre palabras.
Cuando los silencios no son valiosos, las palabras pueden tener una relación destacadísima con sus “propietarios”: ellas y nadie más que ellas dejan que importe quién las dice, que el que las dice crea que “sus” palabras son suyas. Son esos casos en los que cualquiera pensaría que éstas son “secuestradas” por indiscretos que deben decir algo; lo que sea, pero decir. En realidad, las palabras sonríen para la foto en boca del que dice idioteces.
No es, por supuesto, la situación de Galeano, que de sus “Venas abiertas…” para aquí ha compartido tinos y desatinos en proporciones similares con los tres autores del “Manual del perfecto idiota…”. El uruguayo, como los otros, como todos, tiene la sabiduría del que ha vivido; o sea, carga sobre sus espaldas los aciertos y los desaciertos de este mundo. Solo que por ser un pensador como pocos, si habla, sus palabras cuentan. Y dicen.
Este hombre calmo de ojos entreabiertos y voz modulada contradice a su apariencia disparando palabras que perforan la mente y, a veces, el corazón; sus palabras, esas veces, acarician.
No obstante, aunque suene pecaminoso —y me arrepiento por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa— su aire pontificio no le unge, ipso facto, del confortable ropaje de la verdad. ¡Santificados sean él y su pensamiento crédulo mientras las palabras no escapen de su boca para irse donde vayan a juntarse, irreverentes, al cabo de sus días! Y todavía más, ¡de los hijos de sus días!
Pocas palabras dicen lo que ellas implican con el sudor de su propia frente (¡nadie se crea tan importante como para pretender llevarse la flor de las palabras!). En otras palabras: ya todo está escrito, está todo dicho. Y si alguien dice algo que vale la pena escuchar o leer, será porque el viento trastoca las palabras volviéndolas a lo mejor interesantes, a lo mejor bellas, pero nada más. Ellas, al final del día, dirán lo que tengan que decir y se irán.
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