El próximo contrato social

El próximo contrato social

Kemal Dervis.- París.– Hoy en todo el mundo el persistente desempleo, la falta de correspondencia entre habilidades y oportunidades, y las reformas a los sistemas de pensiones se han convertido en elementos centrales de la política fiscal y los debates, a menudo feroces, que la rodean. Los países desarrollados se enfrentan a un problema inmediato de envejecimiento de su población, pero la mayoría de las economías emergentes se encuentran asimismo en medio de una transición demográfica que tendrá como resultado en apenas dos o tres décadas una estructura etaria similar a la de las naciones avanzadas, es decir, una pirámide invertida. De hecho, China llegará a ese punto mucho antes.
El empleo se ve afectado por numerosos problemas. La debilidad de la demanda tras la crisis financiera global de 2008 sigue siendo un factor clave en Europa, Estados Unidos y Japón. Pero además en los mercados del trabajo están pesando problemas estructurales de más largo plazo.
El factor central es el hecho de que la globalización origina constantemente cambios en las interrelaciones de las ventajas comparativas, creando serios desajustes cuando los empleos que se crean en las nuevas actividades no necesariamente se compensan los que desaparecen. En todo caso, la mayoría de los nuevos puestos exigen habilidades distintas, lo que implica que quienes pierden sus empleos en los sectores en desaparición tienen pocas esperanzas de encontrar uno nuevo.
Más aún, los avances tecnológicos cada vez permiten “ahorrar más mano de obra”: los ordenadores y los robots reemplazan a los trabajadores humanos en ambientes tan diversos entre sí como los supermercados y las líneas de ensamblaje de automóviles. Considerando la volatilidad de las perspectivas macroeconómicas, muchas empresas se muestran reluctantes a contratar nuevos empleados, llevando a un alto desempleo juvenil en todo el planeta.
Al mismo tiempo, el envejecimiento de la población (y los costes de salud relacionados) constituye el principal reto fiscal en estas sociedades. Para mediados de este siglo, la expectativa de vida a los 60 habrá aumentado en cerca de 10 años con respecto al periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando se fijaron las actuales edades de jubilación.
Es poco probable que los cambios menores que se puedan ir haciendo a los sistemas actuales, tal como están diseñados, sean suficientes para dar respuesta a las fuerzas tecnológicas, reducir las tensiones sociales y los temores de los jóvenes, ni solucionar las cargas fiscales en aumento. Se necesita una reevaluación radical del trabajo, la formación, la jubilación y el ocio. Varios principios son centrales para cualquier reforma global que se haya de emprender.
Para comenzar, la formación y el desarrollo deben convertirse en un proceso que dure toda la vida, iniciándose con la escolaridad formal pero siguiendo con capacitación en el lugar de trabajo e intervalos de educación de tiempo completo en diferentes momentos. Los programas de inserción laboral para jóvenes se deben convertir en parte normal de la formación profesional y laboral, con exenciones de la obligación de aportar a la seguridad social durante los primeros uno o dos años laborales.
Un segundo principio es que la jubilación debería ser un proceso gradual. La gente podría trabajar un promedio de 1.800 a 2.000 horas al año hasta llegar a la cincuentena, bajar a unas 1.300 a 1.500 horas al inicio de los 60, y apuntar hacia las 500 a 1.000 horas a medida que se alcanzan los 70. Por ejemplo, una enfermera de hospital, un miembro de cabina de una aeronave o un profesor de secundaria podrían trabajar cinco horas a la semana hasta entrados los 50, cuatro días a la semana hasta los 62 años, tres hasta los 65 y quizás dos al acercarse a los 70.
Empleadores y empleados deberían negociar esta flexibilidad, pero con incentivos y apoyo financiero del gobierno, por ejemplo a través de impuestos a la renta y contribuciones a la seguridad social variables. Las vacaciones pagadas pueden ser de tres a cuatro semanas hasta los 45 años, elevándose gradualmente a las siete a ocho semanas a fines de la sexta década de la vida. Las licencias por maternidad y paternidad deberían aumentar en países, como Estados Unidos, donde son bajas.
Además, las políticas públicas deberían estimular una mayor libertad de opciones. Por ejemplo, cada 10 años un trabajador podría tener la oportunidad de estudiar un año en el sistema formal, financiado en un tercio por el empleador, un tercio con fondos públicos y el otro tercio con sus ahorros personales (las proporciones podrían variar según la franja de ingresos a la que pertenezca).
El objetivo general sería una sociedad en que, si la salud lo permite, los ciudadanos trabajen y paguen impuestos hasta cerca de cumplir los 70, pero de manera menos intensa a medida que avanza la edad y de un modo flexible que refleje las circunstancias individuales. De hecho, la jubilación gradual y flexible beneficiaría en muchos casos no sólo a los empleadores y gobiernos, sino a los trabajadores mismos, ya que una participación profesional continua en el tiempo es a menudo fuente de satisfacción personal e interacciones enriquecedoras en lo emocional.
El nuevo contrato social para la primera mitad del siglo XXI debe combinar realismo fiscal, dar mucho espacio a las preferencias individuales y contar con grandes niveles de protección y solidaridad social frente a los embates originados por circunstancias personales o la volatilidad de la economía. Muchos países están dando pasos en esta dirección, pero de manera demasiado gradual. Lo que necesitamos es una amplia y revolucionaria reformulación de la educación, el trabajo, la jubilación y el ocio.