OBSERVATORIO

¿Por qué no te callas?

¿Por qué no te callas?

Demetrio Reynolds.- Si se pudiera refrenar la garrulería de los políticos, disfrutaríamos de un plácido silencio. Son los que habitualmente hablan mucho, por eso no se entienden. Alguien debería decirles: “¿por qué no te callas?”, como el Rey de España al finado Chávez. También el jefazo, por hablar “sin medida ni clemencia”, incurre en muchas contradicciones. Y los que le siguen, quieren parecerse a él. Creen que es más inteligente el que más habla. No creerían que es al revés. ¡Tan diestro es el “soberano” para eso!
El ruido, la estridencia, la algazara es la tónica imperante en nuestro medio. Tal vez los políticos no son otra cosa que el efecto natural de esta patología colectiva. Por donde vaya puede tocarse con ese infierno. Los choferes del transporte público, por ejemplo, le obligan a escuchar su música favorita a todo volumen, y es casi siempre la que usted no quisiera escuchar nunca. La llamada “cumbia chicha” y otras ramplonerías musicalizadas gozan de popularidad en estos años felices del cambio.
Es incómodo pasar de sordomudo sin serlo, pero en una fiesta concurrida ya no podrá conversar más con su amigo, su enamorada o su pariente; la andanada ruidosa ya no le permitirá decir ni escuchar una palabra; sólo es para moverse como un idiota, con la “animación” del ph’ajpacu que interfiere desde un micrófono. Entre lo nacional y latinoamericano hay un buen repertorio, pero la cumbia villera y la otra más grotesca han invadido como una plaga el país. Sólo al final entran la cueca y el taquirari; parece que fuera necesaria la desinhibición etílica para gustar de la buena música.
Había que agradecer a Dios, además, si sus vecinos no son unos “fiesta-cohetillos”, de esos que quieren hacer bailar a todo el barrio y convierten la calle –a altas horas de la noche– en un Agramante; es decir, en escenario de lucha y de escándalo. La campaña para evitar la contaminación acústica duró lo que la autoridad en el cargo. Como está en auge la anomia social, es difícil corregir los malos “usos y costumbres”, a lo mejor ya están en la Carta de la Glorieta. El “no tocar bocina” la tomaron a broma o lo entendieron al revés; los bocinazos siguen dando con los nervios.
Otros días, también las calles y las plazas se llenan de ruido infernal con petardos, dinamitazos y cohetillos. La turba vocifera furiosamente contra la sordera crónica del Gobierno y de paso quiere volver sordos a los viandantes. En su recorrido hay hospitales y escuelas, pero eso no les importa. ¡Torpes e insolentes!, ni a los enfermos respetan. Es la invasión vertical de los bárbaros exhumados del remoto pasado por el Plurinacional. ¡Pobre Bolivia!
La tendencia a subir los decibeles hasta el tope, parece que viene desde la antigua Grecia. Se sabe de buena tinta que el filósofo Platón “había adoptado por sistema enseñar a sus discípulos a callar durante cinco años antes de proseguir con materias más hondas”. Si aplicáramos esa sabia providencia como requisito o como “crédito del silencio” por lo menos un año, la patria saldría ganando. Como seres pasionales que somos, evitaríamos las reacciones turbulentas; aprenderíamos a razonar un poco antes de “meterle nomás”. A todos les consta que es mucho más difícil callar que soltarla sin hueso para decir un disparate, hasta los políticos serían más cuerdos y más decentes.


El autor es miembro del PEN Bolivia