EDITORIAL
La representación política
La representación política
La percepción de crisis permanente e inacabada abre las compuertas a experimentos peligrosos que sólo pueden provocar violencia y desintegración
Los diversos sistemas político-partidarios de representación atraviesan una profunda crisis que, probablemente, los conduzca a su desaparición y reemplazo por nuevos mecanismos que aún no se pueden vislumbrar. Prácticamente, no hay nación, actualmente, que ostente canales expeditos y legítimos de representación lo que provoca que se formen espontáneas movilizaciones que deslegitiman lo existente, así sea que, paradójicamente, quienes en ellas participan eligieron a los representantes que ahora cuestionan.
En la región, en un país tan institucionalizado como Chile, como en Bolivia, donde hay un proceso de cambio que adquiere particular fuerza por su componente étnico, se observan síntomas de agotamiento político peligroso, que hace que la ciudadanía busque nuevas formas de representación y movilización para hacerse escuchar e influir, al margen del marco político existente.
En este proceso de transición entre algo que evidentemente ya no responde a las necesidades concretas y nuevas formas de estructuración, aún superviven organizaciones políticas que quieren ser monolíticas (lo que es imposible), que se alternan en el ejercicio del gobierno mostrando diferencias de forma más que de fondo y tienen como común denominador un excesivo respeto y dependencia respecto a los poderes económicos (internos y transnacionales); una burocracia crecientemente corrupta e indiferente a las demandas ciudadanas, y el empoderamiento de organizaciones “de la sociedad civil” crecientemente dominadas por un liderazgo autoritario, proclive a la corrupción e incapaz de generar alianzas circunstanciales en busca de objetivos comunes porque hacen prevalecer los suyos.
En ese escenario, hay dificultad de elaborar un programa político que permita, además de agregar las demandas de una sociedad abigarrada, presentar una visión de país que convoque a la gente, generándose una especie de círculo vicioso del que, en el caso boliviano, no podemos salir desde 1997. De ahí que en momentos de tensión política, no se acuda a la racionalidad y el debate, sino a la descalificación, el mito y el ejercicio civil de la violencia, como instrumentos para imponer ciertas ideas que, por lo demás, han fracasado en la historia reciente del país.
Probablemente esta sea una de las más importantes frustraciones de la gente. Más allá de quién gobierna los países y del denominativo que se asignen, lo cierto es que no sólo que se reproducen las viejas prácticas de la política en función del corto plazo, sino que se mantienen (si es que no aumentan), pese a un ciclo de bonanza excepcional (gracias a la crisis económica mundial y no tanto a las políticas adoptadas, los niveles de pobreza y retraso que ostentan naciones como las nuestras.
De ahí que la percepción de crisis permanente e inacabada, al mismo tiempo que impide de una buena vez por todas crear nuevos mecanismos de representación y ejercicio democrático del poder, abre las compuertas a experimentos peligrosos que, atendiéndonos a la historia, sólo provocarán, en no muy largo plazo, violencia y desintegración.
Esa es una realidad que vivimos en la región, sin que, al parecer, sus élites (nuevas y viejas) se percaten de ello, gozando, como están, del poder circunstancial que ostentan en el gobierno y en el llano.
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