DÁRSENA DE PAPEL
A pesar de ser Papa
A pesar de ser Papa
"Ese señor tan sencillo a pesar de ser Papa”; así describió a Francisco un periodista del diario O Globo que se declaró no católico. La apostilla “a pesar de…” pinta de cuerpo entero la distancia que ha tomado la Iglesia Católica, como institución, respecto del público feligrés. ¿Es posible que la Curia Romana haya podido ignorar esta separación?
El hombre sencillo que dibujó el periodista brasileño está haciendo notar la desolada sensación de Iglesia remota, materialmente opuesta al grueso de un pueblo receptor de homilías pero falto de calidez. La Palabra de Dios estuvo siempre en la punta de la lengua del cura de domingo, en la parroquia del barrio: faltaba la caricia, derribar la pared de vidrio entre el altar y la grey.
El Papa deslizó en al menos dos ocasiones que la Iglesia se muestra triste. Hasta que en Río, la capital de la alegría, desobedeció la norma tácita de la religiosidad imperturbable enfatizando sin ataduras que “el cristiano no puede ser pesimista, no puede tener aspecto de quien está de luto perpetuo”. Lo hizo, a pesar de ser Papa.
Ciertamente, una de las mayores “sorpresas” desde la asunción del nuevo pontífice ha sido su sonrisa repletándole la boca y rejuveneciéndolo (¿usted vio con qué agilidad bajó la escalerilla del avión en Brasil? ¿Y cómo la había subido en Roma, maletín en mano, para tomar un vuelo común de AIitalia?).
La húmeda figura del bautismo –que la tradición impuso a generaciones completas sin el consentimiento de los interesados– tiene hoy un serio competidor en esta otra, plisada pero de carne y hueso: el semblante del anciano feliz, seductor de chicos y de grandes, incluso de no bendecidos por el chorrito de agua de pila (bautismal).
El avance del protestantismo debió mover a los católicos hacia la búsqueda de una respuesta, sobre todo, para jóvenes prontamente cansados de esperar una Iglesia nueva. El joven de hoy, con sus pocos años, es un experimentado en la palabra artificial y con su mochila de decepciones reconoce el discurso vacuo, la corteza sin zumo.
Dicen que Bergoglio está obsesionado por sacar a la Iglesia de los lujos del Vaticano para dárselos a los pobres; desde su doble condición de Papa y Jefe de un Estado frío, blindado y visiblemente rumboso, es consciente de la necesidad de un cambio. Por eso de entrada lanzó un mensaje de humildad y desprendimiento: yo, ignaciano, tomo el nombre de Francisco (según un obispo español, “tiene mente ignaciana pero corazón franciscano”).
El Papa-hombre de aspecto frugal que calza sus viejos zapatos y que a manera de tic abraza con los dedos la sempiterna cruz de Buenos Aires, a la altura del pecho; el que de seminarista se enamoró de una chica hasta dudar si seguía en el camino religioso o lo abandonaba, una vez más, tiene razón: ¿quién es él para juzgar a los gays? Así lo dijo, “¿quién soy yo?”, a pesar de ser Papa.
Pero lo suyo adquiere ribetes de escándalo, de “lío” (esa palabra que usó para movilizar a los jóvenes en sus diócesis, para que revolucionen la Iglesia). Entiende que no basta con las parábolas bíblicas: debe usar símbolos contemporáneos y entonces se carga la futilidad del viejito tomando mate en la calle y apela al beso –otro argentinismo– para finalmente pasarse horas rozando su mejilla contra las de millones de esperanzas.
No importa lo que haga, sino lo que despierta en los demás: lo que representa.
Francisco, a pesar de todo, está (auto)sometido a una contradicción: Por un lado es Papa y esto le obliga a convivir con el rígido conservadurismo vaticano; por el otro se acompaña del pueblo, que dio su veredicto en Río y es, hoy, su mayor fortaleza.
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