COLUMNA VERTEBRAL

Egipto. Primavera ensangrentada

Egipto. Primavera ensangrentada

Carlos D. Mesa Gisbert.- El 11 de febrero de 2011 el “Faraón” Hosni Mubarak desaparecía de la escena política de Egipto. Su vicepresidente comunicaba al mundo la renuncia del autócrata. La plaza Tahrir de El Cairo estalló entonces en una aclamación de alegría que parecía infinita. La gente se agolpaba alrededor de los tanques del Ejército y abrazaba a sus ocupantes que se habían negado a disparar contra el pueblo.
Como en un sueño inesperado y grandioso, un viento huracanado barría a gobiernos dictatoriales de diverso pelaje en el norte de África. Los periodistas occidentales bautizaron este terremoto como la “primavera árabe”. Túnez, Yemen, Egipto… No era cierto, dijeron entonces y muchos lo creímos, que el espíritu de estas sociedades fuese tan diferente al de las naciones democráticas. Al fin y al cabo, las ansias de libertad, de pensar y decir lo que se piensa, de decidir por uno mismo, de elegir a los gobernantes, de escoger uno u otro camino, son comunes a todos los seres humanos. No era cierto, se dijo, que la única contención al fundamentalismo religioso fuese la dictadura…
Después de ese 11 de febrero vino la breve y brutal guerra civil en Libia y la muerte de un dictador delirante, Muammar El Gaddafi. Luego fue Siria. Pero Bashar Al Assad había aprendido la lección y no cedió. La primavera comenzó a teñirse de sangre.
Egipto es por muchas razones el eslabón más sensible de esta cadena por varias razones: un millón de km2, ochenta y tres millones de habitantes (el gigante árabe), el único puente político entre árabes e israelitas y un aliado estratégico de los Estados Unidos.
Pero en 1979 la caída del Sha de Irán y la irrupción de la revolución islámica bajo la égida del Ayatolah Jomeini trastocó dramáticamente el escenario político de Oriente. La expansión musulmana mostraba su poder, expansión que ha transitado además por la experiencia brutal del radicalismo de Bin Laden. No debió haberse leído la “primavera árabe” con los ojos de Occidente como si las sociedades que la hicieron florecer, estuvieran al margen de una realidad cultural y religiosa más que determinante.
Las FF.AA. egipcias administraron una transición de poco más de un año que culminó en una elección democrática razonablemente libre y creíble. El ganador fue Mohamed Mursi del Partido de la Libertad y la Justicia. Tras bambalinas estaba sin embargo el Partido de Los Hermanos Musulmanes. Las organizaciones políticas más proclives a una democracia republicana no tuvieron el tiempo suficiente para organizarse con opciones de triunfo. Mursi (quien ganó en segunda vuelta y por sólo tres puntos de diferencia) comenzó a gobernar desde la polarización de la sociedad e hizo poco para atenuarla. Su propuesta de Constitución era el camino a la Sharia (derecho islámico basado en el Corán). La imagen de islamista moderado desapareció. El Presidente reveló sus intenciones. Comenzaba el camino para llevar a Egipto a la calidad de Estado confesional y, probablemente, a un progresivo distanciamiento de Occidente y de Israel.
El ejército, el árbitro del poder egipcio, repitió lo que ya habían hecho sus pares en Argelia en 1992, dar un golpe de Estado para evitar la imposición del fundamentalismo religioso en el país.
La primera semana dio lugar a un equívoco, la mitad de Egipto que veía en Mursi una combinación de incapacidad para resolver la grave crisis económica y la decisión de radicalizar su gobierno, celebró el golpe leyéndolo paradójicamente como un freno a un eventual autoritarismo religioso, pero era una ilusión. Un país dividido tan profundamente tiende a la confrontación. Los Hermanos Musulmanes enarbolaron la bandera contra el golpe a la democracia y el desconocimiento a la voluntad popular, y enfrentaron al Ejército en las calles. En algo más de un mes la sangre ha bañado la esperanzada plaza de Tahrir, y la suma de muertes que va cargando sobre sus espaldas el gobierno provisional amenaza con aplastarlo. El Ejército, que desde los grandilocuentes días del nacionalismo nasserista y a pesar de la férrea dictadura de Mubarak, había simbolizado la garantía de la unidad de la nación, se desdibuja ante la evidencia de que nada detiene a los islamistas dispuestos al martirio por su causa.
Las aves carroñeras que acompañan toda guerra civil comienzan a otearse en el horizonte y el mundo mira azorado una situación de pronóstico imposible. Estados Unidos y Europa han pasado del optimismo de 2011 (otra oveja en el redil) a la evidencia de que su ambigüedad más que discutible ante el golpe no se sostiene. Los muertos acaban siempre enterrando a quienes promueven la muerte, aunque esta sea el resultado de acciones de evidente provocación.
No es este el mundo de buenos y malos fácilmente discernible, es el complejo y atribulado mundo que ha perdido el rumbo y que camina en la oscuridad repitiendo las recetas que parecían propias de la Edad Media. En muchos sentidos este siglo XXI se parece demasiado a ese momento de la historia.