Jesús trajo fuego
Jesús trajo fuego
Mons. Jesús Pérez Rodríguez.- El domingo pasado, Jesús nos pedía estar vigilantes, despiertos, activos en la espera de su vuelta. ¡Qué difícil se hace esto para el cristiano sujeto siempre a las tentaciones del poder, poseer y placer! Hoy nos alerta, para ser fuertes. Necesitamos la fortaleza para ser coherentes con la opción que hicimos en ser discípulos de Jesucristo. Siempre fue difícil ser cristianos, probablemente hoy más aún. Las tres lecturas tienen una fuerte conexión en el mensaje de este domingo.
Jesús en el evangelio de hoy, Lucas 12,49-53, tiene una afirmación que puede llegar a ser malinterpretada: “He venido a prender fuego en el mundo… no he venido a traer paz sino división”. No hay duda que estas expresiones pueden traer confusión si se entienden de manera fundamentalista; por ello, en la Palabra de Dios no sólo hay que leer el texto bíblico, sino también el contexto.
El fuego es un elemento de nuestra vida que nos atrae, alegra y que produce temor. El fuego es un elemento de purificación y está asociado al misterio de la vida. El fuego para algunas personas, en tiempos antiguos, fue una imagen de la divinidad. La religión judía se vio libre de esa idolatría por la revelación de Dios a través de su palabra. Supieron ver al fuego como un símbolo del Dios Todopoderoso. El libro del Eclesiástico nos presenta al profeta Elías “como fuego” (cfr. Eclesiástico 48,1). Éste nos dice que el Señor no se le presentó en el fuego ni en el terremoto, sino en la brisa suave (cfr. Reyes 19,12).
Hay muchos pasajes en la Escritura, en el Antiguo Testamento que expresan la presencia de Dios a través del fuego: “Yahvé, tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso” (Deuteronomio 4,24). Con estos antecedentes podemos entender el sentido de las palabras de Jesucristo que encontramos en el evangelio de este domingo: “He venido a prender fuego en el mundo; ¡y ojalá estuviera ardiendo!” (Lc 11,49).
Las palabras de Jesús nos revelan su misión salvadora, el porqué de su venida al mundo. Él viene a hacer una nueva alianza, a reconciliar el cielo con la tierra, a sacrificar al hombre para que pueda relacionarse con su Padre. Por ello, el Precursor, Juan el Bautista anuncia que el Mesías bautizaría “en el Espíritu Santo y en el fuego” (Mt 3,11). El Espíritu purifica del egoísmo, del mal, del pecado. Así se pueden entender las palabras, “ojalá que estuviera ardiendo el mundo con la fuerza de ese fuego”.
Son llamativas y sorprenden a primera vista las palabras: “No he venido a traer la paz, sino la guerra”. Es que la paz de Jesús es distinta de la que ofrece el mundo, “mi paz les doy, mi paz les dejo”. Está señalando que seguirle, serle fiel puede traer división hasta en la misma familia. Seguir a Jesús es algo que exige una opción personal radical. Esto puede traer y de hecho ha traído muchísimas veces la división, la desunión. Dios quiere la paz, la comunión y la unidad familiar y social. Él ha venido a reconciliar a la humanidad con Dios. Ha venido a reunir a los hijos dispersos, no ha venido a dividir. El mismo Jesús llama: “Bienaventurados los que trabajan por la paz” (Mt 5,9). No nos confundamos pues, hay dos clases de paz. La paz de Jesús no es la paz de los cementerios. La paz de Jesús no es la de los que se instalan en la vida y se vuelven perezosos y se contentan con no hacer nada porque se dicen ante los problemas. “NO ME TOCA”.
Jesucristo quiere ver a nuestras familias unidas, cumpliendo como la familia de Nazaret, Jesús, María y José la voluntad de Dios, haciendo oración, “FAMILIA QUE REZA UNIDA, PERMANECE UNIDA”. La unidad familiar o de cualquier comunidad eclesial no es el valor supremo. La unidad querida por Cristo no es la de la “paz a cualquier precio”. La unidad y la paz exigen ser fieles a Dios antes que a los demás. No podemos renunciar a la fe, a la fidelidad debida a la ley de Dios; ya lo decía San Pedro, cuando le prohibieron hablar de Jesús, “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hc 5,29).
Todos estamos llamados a seguir a Jesús, siendo fieles a sus enseñanzas. Esto siempre nos ha de proporcionar persecuciones o conflictos. El que quiera seguir a Cristo se va a quemar. No debiéramos contentarnos con ciertas prácticas religiosas, que son necesarias, se nos pide la fidelidad a los compromisos asumidos, como se dice en la fórmula del compromiso matrimonial “en lo favorable y en lo adverso…”. Necesitamos ser obedientes en un mundo que no tiene la mentalidad de Cristo, que muchas veces expresa o solapadamente va en contra de Cristo, y es en esta realidad donde con el testimonio de vida debamos ser testigos de nuestra fe cristiana.
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