OBSERVATORIO
La impunidad de los pirómanos
La impunidad de los pirómanos
Demetrio Reynolds.- Parece que hubiera tendencia al masoquismo. Se ve con tranquila indiferencia algunos conflictos que no debían repetirse y se repiten; tal el caso de los bosques que arden en algún punto del oriente boliviano. Los focos de calor –dicen los noticieros– se extienden por miles de hectáreas. Tal vez en esa misma medida se acrecienta la insensibilidad. Si no fuera así, ¿cómo no evitar su reiteración y no dar nunca con los autores como si éstos fueran fantasmas?
Por nuestra índole pasional, que es también como un fuego, aquel fenómeno natural se asemeja a los incendios verbales de la politiquería nacional. Con el viento a su favor, los “conflicto maniático compulsivos” no están conformes si no tienen un enemigo al frente; cuando no existe por sí mismo, lo buscan, lo provocan. En tiempos preelectorales, creen que esa es la “buena letra” para postularse como candidato y con ese fin ejercitan su inquina rencorosa agitando el palo de ciego.
Con los próximos comicios a la vista, los potenciales candidatos siguen a rajatabla la huella del caudillo mayor. Claro que la confrontación no es una novedad; aunque no con la intensidad de hoy, la belicosidad siempre ha sido la tónica dominante en la historia política del país. El despacho presidencial por algo debe llamarse “Palacio Quemado”. En 1874 se derramó en cenizas ese tétrico edificio, y desde entonces parece provenir de allí el maleficio de la ambición por ocuparlo o estando ya dentro no querer salir jamás. “No estamos de pasada, hemos venido a quedarnos, hermanas y hermanos”.
Ahora bien, en un país de incendios y de fuegos no parece extraño que por misteriosa alquimia la quemazón política se extienda a los parques y a los bosques, y que no se descubra nunca quiénes la provocan. Aquella se origina en torno a la disputa del poder y se propaga furiosamente entre los políticos. Y en la otra se disimula por lo menos la incapacidad con la promesa de investigar las causas. En el ámbito político nadie se atreve a refrenar el exceso; allí se dice cualquier cosa con garantía plena de impunidad; la guerra de insultos es ya parte de la campaña.
Para las llamas basta a veces una lluvia generosa y se apagan, pero el descontrol de las lenguas de fuego es un dragón peligroso; y aún se dice con cínica franqueza que lo que no está prohibido está permitido. Carecemos del sentido de medida en la valoración de las cosas y de las gentes; al eventual adversario lo dejamos para nada o lo ensalzamos hasta el cielo. He aquí un ejemplo: de un ex presidente se dijo que era “un delincuente confeso” a sólo unos meses antes de nombrarlo como alto representante de Bolivia en el extranjero. La rienda moral la llevamos muy suelta. Ese es el problema.
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