COLUMNA VERTEBRAL

Temporada en el infierno

Temporada en el infierno

Carlos D. Mesa Gisbert.- Una garrafa de gas, o dos…llave abierta, gas licuado saliendo a toda presión y una llama. El fuego abrasa una piel y dos y tres y cinco…se oye el crepitar, se huele la carne chamuscada primero, quemada después. El miedo, los gritos, la desesperación, la muerte, o peor, la agonía espantosa que parece interminable.
Violencia, retorno al origen primitivo a aquello de instinto básico que destruye todo límite en un ser humano. Algún personaje de Shakespeare reflexionaba a propósito de ello. Eso es exactamente la humanidad, porque sólo los humanos son capaces de atrocidades como esta. Los animales no matan así.
Treinta y cinco muertos en las puertas del horror han sido hasta hoy el saldo de una orgía de muerte en un territorio de nadie llamado Palmasola. Ocurrió porque tenía que ocurrir, no fue un acaso, no fue una circunstancia trágica e inesperada, no fue producto del azar. No, todo se calculó y se decidió implacablemente.
En Palmasola se suman los ingredientes que viven, detalle más detalle menos, todas las cárceles importantes de Bolivia. Hacinamiento, retardación de justicia, precariedad de infraestructura, promiscuidad, alta concentración de presos de alta peligrosidad, consumo ilimitado de alcohol y drogas de todo tipo, arsenales de armas caseras y profesionales, epidemias…Y lo más sugestivo de todo, espacios en los que el Estado no tiene entrada. El “orden” de la prisión no está en manos de la policía sino en manos de los presos.
Treinta y cinco muertos y casi medio centenar de heridos después, el ministro de Gobierno, primer responsable de la administración de cárceles, no sólo que no presenta su renuncia ante el Presidente, sino que cuál analista externo nos explica lo que pasó y las razones que en su criterio motivaron lo que pasó. No renuncia el viceministro, ni el director de régimen penitenciario, ni un cabo, ni un guardia, ni nadie.
No estamos hablando de treinta y cinco moscas, ni hormigas, ni palomas, ni truchas, ni gatos o perros, estamos hablando de treinta y cinco personas muertas en una cárcel boliviana administrada por el Estado boliviano, cuya obligación es garantizar la seguridad y la vida de quienes habitan ese recinto.
Por alguna extraña razón nuestras autoridades creen que por el hecho de que el saldo sangriento fue provocado (cosa que está fuera de discusión) por un grupo de criminales que decidió asesinar masivamente a otros presos contra los que estaban enfrentados, las autoridades están eximidas de toda responsabilidad. El mismo razonamiento que primó en Huanuni en 2006 cuando murieron dieciséis mineros producto de un enfrentamiento entre cooperativistas y asalariados.
El salario mensual que reciben los servidores públicos incluye asumir su responsabilidad cuando se produce un hecho bajo su jurisdicción que deja como resultado un cuadro tan pavoroso como este. Ninguna explicación referida al problema estructural que viven las cárceles bolivianas los exime de esa responsabilidad. La vida humana es un valor sagrado, es el valor supremo que el Estado y quienes los representan deben garantizar. No importa la vida de quien, desde el Presidente hasta el más desvalido de nuestros compatriotas, y por supuesto también las de treinta y cinco presos más allá de la gravedad de los crímenes que hayan podido cometer.
El Estado no garantizó en Palmasola la vida de los internos y eso conlleva una responsabilidad directa o indirecta que trae como consecuencia un costo ético y un costo político. Ese costo político es la renuncia al cargo al no haber podido cumplir una de las tareas esenciales por las que se lo ejerce.
En Bolivia no entendemos esa ecuación. El poder se ejerce y se administra en bien de los bolivianos, no por el hecho en sí de detentarlo. ¿Cómo podemos transmitir valores a nuestros niños y jóvenes si nadie asume la parte que le toca en lo bueno y en lo malo? Si un ciudadano ve estas actitudes repetidas todos los días ¿Por qué razón cumpliría las normas y asumiría responsabilidad de sus acciones?
Lo ocurrido en Palmasola fue el infierno, que no es otra cosa que el infierno de todos los días en nuestras cárceles. Siempre ha ocurrido, es verdad. El Estado no ha sido capaz desde hace tiempo incontable de resolver la cuestión, es verdad. Pero hoy hay una diferencia muy importante. Por primera vez en décadas sino en todo un siglo, el superávit sostenido le da al gobierno una liquidez y una holgura económica que casi nunca tuvo. Este es el momento y no otro para definir una estrategia de inversión en salud, educación y seguridad que termine con este escenario trágico.
En tanto, quedan dos preguntas ¿estamos ya tan encallecidos que a menos de una semana de semejante drama, el tema se ha convertido en una noticia secundaria que se pierde entre las brumas del quehacer cotidiano? ¿Tenemos un Estado que ejerce soberanía real en nuestro territorio?