RESOLANA
La ley y la trampa
La ley y la trampa
Carmen Beatriz Ruiz.- En un encuentro entre Víctor Hugo Cárdenas, ex Vicepresidente de la República, con dirigentes vecinales en El Alto, un participante argüía: “La educación bilingüe es importante, pero los padres de familia no la quieren para sus hijos”. Cárdenas respondió que muchas veces las leyes no nos gustan, pero igual las tenemos que cumplir, como ocurre con los impuestos. De ese modo explicó, con claridad y no exento de sentido del humor, las dimensiones de necesidad y obligación que la ciudadanía tiene con la aplicación de las leyes.
Esto sale a colación a propósito de una serie de situaciones que a estas alturas ya son parte de un comportamiento cotidiano y estructural, y ponen sobre la mesa la fragrante contradicción entre el placer y el deber respecto al cumplimiento ciudadano de las leyes. Por alguna razón, en Bolivia parece que hemos aprendido que cada Ley debe ser hecha a nuestra particular medida, que la acatamos cuando nos beneficia (nos gusta, nos place, nos satisface) y si no, sencillamente, no nos sentimos obligados.
¿De dónde salió esa cultura? Quizá del hecho histórico en la formación del Estado boliviano de que las leyes las hicieron pequeños grupos de poder, encerrados en el Congreso (en Sucre, a lomos de un caballo o en la plaza Murillo), obedeciendo órdenes de los mandamás políticos y económicos de turno. Probablemente porque hasta después de la Revolución Nacional en la segunda mitad del siglo XX la mayoría de la población pensaba y hablaba en lenguas nativas mientras que el aparato de poder (y por lo tanto las leyes) lo hacía en castellano. Seguramente también porque durante la larga noche de las dictaduras militares las leyes eran papel mojado y la lucha por los derechos y la democracia ocupó todo el discurso, cargando las tintas en los derechos de la población y dejando apenas una mención para sus obligaciones.
En todo caso, para dejar de mirar el pasado, en la actualidad nunca deja de sorprender la facilidad con que los gobernantes entornan o cierran los ojos frente al incumplimiento de leyes que no les convienen, mientras que levantan voces airadas cuando están convencidos de que les serán de utilidad, como en las normas internacionales sobre el refugio político o se explayan en peroratas sobre la modernización de la justicia, mientras tienen llenas y desatendidas las cárceles con una espeluznante cantidad de gente acusada sin proceso ni sentencia. Entre la población tampoco estamos distantes de esa ¿duplicidad? Queremos leyes específicas, para “nosotritos”, cada grupo, gremio, sector, sin que importe a quién pisamos, qué contravenimos ni si es posible. Y, sin embargo, nos regodeamos con cada ley en curso, peleamos arduamente porque salgan nuevas normas y cuando no funcionan… comenzamos el proceso de nuevo.
Hay tres ejemplos dramáticos y actuales: La Ley Integral para Garantizar a las Mujeres una Vida Libre de Violencia", que sustituyó a la Ley 1674 sin que se hubiera logrado la plena aplicación de ésta; la Ley Contra el Racismo y Toda Forma de Discriminación, y el artículo 266 del código Penal que establece tres circunstancias para el aborto impune. En los tres casos los derechos ciudadanos están respaldados por la letra (parece que muerta) de la Ley. En los tres, quienes deben garantizar su aplicación no lo hacen y quienes debemos exigirla nos quedamos callados. Definitivamente “hay silencios demasiado parecidos a la estupidez”.
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