EDITORIAL
Chile, 40 años después
Chile, 40 años después
Si de algo sirve recordar lo ocurrido en Chile hace 40 años, es para cerrar las puertas a cualquier posibilidad de reincidir en la tentación totalitaria
Hoy, 11 de septiembre, como todos los años, el pueblo chileno se enfrenta a sí mismo para conmemorar –recordar todos juntos– lo que ocurrió un día como hoy, en 1973, cuando un golpe militar encabezado por el Gral. Augusto Pinochet dio fin con el régimen democrático y constitucional de Salvador Allende e inauguró uno de los más cruentos regímenes militares de los muchos que han asolado nuestro continente a lo largo de la historia.
Que los chilenos conmemoren la fecha, en el verdadero sentido de recordar juntos, no quiere decir que lo hagan habiendo superado las muchas discrepancias que aún los separan. En efecto, pese a las cuatro décadas transcurridas, es fácil constatar que las heridas todavía no han terminado de cerrarse; todavía hay mucho dolor y resentimiento acumulado; todavía hay la sensación de que son muchas las cuentas pendientes con la justicia y la memoria.
Pese a ello, sin embargo, y ese no es un pequeño detalle, ninguna de las diferencias que hoy dividen a los chilenos es tan grande que no pueda ser contenida dentro los límites de un sistema democrático que, pese a sus limitaciones, es sin duda mucho mejor que cualquiera de los experimentados en aquellos años de tan triste memoria.
Para unos, el punto de referencia a partir del cual se puede comprobar la superioridad de la institucionalidad democrática felizmente hoy vigente es la certeza de que no existe ya el riesgo de que los límites impuestos por el Estado de Derecho, como los derechos a la propiedad, sean traspasados en nombre de la revolución socialista, lo que aún hoy es esgrimido como uno de los principales argumentos para legitimar los actos de los golpistas. Pese a que el gobierno de Allende no se apartó de los límites constitucionales, el temor de que lo hiciera, dado el contexto impuesto por la “guerra fría” que en aquellos tiempos estaba en su etapa más candente, es aún hoy esgrimido como argumento justificador de la destrucción de la democracia.
Para otros, el parámetro con el que se deben comparar las cualidades y defectos de la democracia recuperada de manos de los militares es precisamente la serie de atrocidades cometidas por estos, en Chile como en otros países de la región, en nombre de la lucha contra el comunismo. El recuerdo de la manera sistemática como durante el régimen pinochetista se procedió a la violación de los derechos humanos, la existencia de centros de tortura y exterminio, entre muchas otras prácticas criminales, son suficiente motivo para que las nuevas generaciones sean conscientes de la necesidad de preservar el régimen democrático del que hoy gozan desechando cualquier tentación de volver al pasado.
Por eso, y más aún ahora, cuando en diferentes latitudes del mundo comienzan a asomar nuevamente proyectos políticos inspirados en diferentes versiones de la misma tentación totalitaria; cuando se oyen voces que se refieren con cierto desdén a los regímenes democráticos y respetuosos de límites constitucionales, vale la pena recordar que la historia que empezó a escribirse en Chile un día como hoy es en gran medida también nuestra propia historia. Razón suficiente para extraer de ella las lecciones necesarias destinadas a valorar mejor los derechos y libertades vigentes, y rechazar con todo vigor cualquier posibilidad de menoscabarlos.
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