DÁRSENA DE PAPEL

Los nuevos yuppies de la política

Los nuevos yuppies de la política

Oscar Díaz Arnau.- Los catequistas de la política han caído con su pesada biblia, cual guillotina, sobre el cuello de la señora Loyola Guzmán: parece debilitado, el cuello, pero no han logrado —todavía— rebanárselo. La izquierda, para ellos, es sagrada e inamovible, habita dentro de un compartimiento estanco y como en cofre de cristal, como en museo, se mira y no se toca.
Son los nuevos yuppies de la política y, comprensiblemente, en algo deben ocuparse; para su fortuna tienen trabajo: libres, los desencantados de la política huyen del pastorcillo que es valiente pero también sensible, hasta la médula se siente arrepentido de promover defensores del Pueblo que no obedecen las directrices del partido. (“¡Y eso que nosotros lo hemos puesto!”, si serán grotescos).
Nadie mejor que un post-hippie, con su pluma celosa, para perseguir ovejas descarriadas: hay que cortar cabezas, lo reclama la izquierda pura y sin mancha. La superchería de la política de los polos, de los radicalismos, la de ‘todo blanco’ o ‘todo negro’ es la especialidad de estos gentileshombres del proceso de cambio, intelectualoides, yuppies autodenominados “progres” (son tan chic), como si lo progresista fuese exclusividad de la izquierda latinoamericana solamente por su sacro santidad.
Alentar la discrecionalidad, aplaudir el desmantelamiento de la institucionalidad, gozar placenteramente de la injerencia de un poder sobre otro, de la oscuridad de la corrupción, hacer la vista gorda de los cultivos de coca que se extienden por doquier, reír felices de cómo se engorda el colchón financiero mientras el ciudadano de a pie no tiene con qué comprar un kilo de pollo. Ser yuppie, ser cool en tiempos de religiosidad política.
La ideologización de la política tiene a Bolivia suspendida en una burbuja, seguramente por el influjo de la naciente primavera, volando, volando como los pajaritos. (Para esto son buenos los yuppies: románticos como pocos, y malabaristas también, asaces de cultos en el difícil arte de la palabra enjabonada. “Guerrillera seas, Loyola, no desesperes que las armas volverán a la trinchera y si no, no desesperes, Loyola”. “Patria o muerte, García Linera no es el Che, pero tiene un aire”. “Izquierda nuestra, oh inmaculada, que así seas y nunca cambies, nunca mueras, por los siglos de los siglos, nunca mueras”).
Son, los yuppies, parte fundamental de la narcotización de la política, extraña (y contradictoria) adicción inducida a través del voto del pueblo. El narcotizado no es consciente de la desgracia que le venden, y después del vuelo alucinógeno se arrepiente y siente culpa y también como si la cabeza se le fuera a partir, quién sabe, guillotinada.
El cuello sigue intacto, parece. Todavía sostiene la cabeza de la señora Guzmán, exguerrillera, exconstituyente por el MAS. Todo indica que los todopoderosos que sacralizan la nueva izquierda desde el púlpito en medio del campo o en el polideportivo de la ciudad, los catequistas de la política, no han conseguido —todavía— su descarnado objetivo. Tiene, ella, para dolor de ellos, los yuppies, la cabeza en su lugar. Dicen que se inclina a la derecha y que esto a la izquierda disgusta.
¡Ah, yuppies! Para su fortuna, hay trabajo: uno tras otro huyen los desilusionados del pastor que hoy, pobre, encima carga con la ingratitud del Defensor. ¡Aj!, dicen ellos (los desencantados), porque parece que aj dicen las ovejas cuando se descarrían. ¡Aj!, ya no queremos saber nada del proceso de cambio. Dónde habrán quedado los regios tiempos de la chompa roja, aj, ya no está más cool ser de la izquierda troglodita.