A TI, JOVEN CAMPESINO

¡Devuélvanles la vida!

¡Devuélvanles la vida!

Pedro Rentería Guardo, Pbro..- En alguna ocasión me has preguntado, muchacho del hogar-internado, por las motivaciones que tenemos los educadores a la hora de utilizar los medios necesarios para vuestra formación. De desplegar todo ese arsenal de teorías, dinámicas, actividades, ocurrencias, que utilizamos para encauzaros por rutas en las que encontréis la necesaria y deseada madurez.


- Es cierto, padrecito –así te expresaste hace unos pocos días–. Además le puedo asegurar que detrás, más allá, de nuestra aparente rebeldía, apatía o flojera, somos capaces de admirar los esfuerzos de ustedes para ayudarnos en ese camino de futuro…


Tienes razón. La experiencia me dice cómo en muchas jornadas provocamos vuestro asombro. A poca sensibilidad que tengáis, sois conscientes de reconocer los pequeños o grandes desvelos de maestros, formadores o educadores.


- ¿Sabes? –te dije–, me viene a la memoria una experiencia vivida hace unos años, a poco de llegar a Bolivia. ¿Quieres que la cuente?


- Lo estoy deseando, padrecito. Ya sabe que usted es nuestro contador de historias…


Es difícil resistirse a narrar vivencias lindas a unos oídos tan atentos como los vuestros. Aquélla ocurrió en el conocido “rincón de las lágrimas”. Así lo llamé en un lejano artículo de esta columna. En esa esquina, al lado de las habitaciones que ocupan los amigos voluntarios que nos visitan. En ese rincón, testigo de desahogos y confidencias.


- Era una noche estrellada. Hermosa estaba la bóveda celeste… ¡tan boliviana! Un changuito, de tu misma edad, parecía que no encontraba palabras para describirme sus penurias.


Sí, lo recuerdo bien. Me pareció que en su mente se agolpaban las cicatrices causadas por unos papás distantes y despreocupados de su suerte. Con severos tonos el chaval fue valiente para recordar escenas familiares demasiado duras, demasiado violentas. Demasiado cansancio en su cuerpecito adolescente y demasiadas heridas en su alma, todavía infantil.


Agradecí en ese momento los persistentes ladridos de los perros que vigilan el descanso del hogar-internado. Durante unos minutos nos sirvieron de pausa para calmar reproches y nerviosas lágrimas. Después, el silencio sonoro de la noche se hizo bálsamo sereno. Como si el mismo Papá-Dios se hiciese presente a nuestro lado, llenándonos de su inmensa ternura.


- Estoy seguro de que aquel changuito quedó tranquilo y pudo dormir sueños bonitos… Es la magia que provoca el escuchar –te apresuraste a decirme.


- Eso espero –añadí–. Agradecido, retornó a su habitación. Yo necesité, como en otras ocasiones, mirar al cielo y contemplar.


Mirar al cielo nos hace reflexionar. Y la mente se nos puebla de escenas, de recuerdos, de interrogantes… a veces, de inquietudes. De esas que es a los adultos a quienes no nos dejan dormir.


En la suave noche de El Cortijo me sentí unido, pegadito, a tantos profesionales –maestros, formadores, educadores– que forjan cada jornada esos caminos de futuro para sus chicas y chicos. Profesionales de la escucha paciente y el cariño respetuoso. Esfuerzos que avivan vuestro reconocimiento y admiración.


- Y, ¿sabes qué más pensé…? –pregunté sorprendiendo tu semblante ensimismado.


Necesité ir terminando la historia. Pensé que cada vez que prodigamos interés, protección y consuelo a quienes de vosotros sufrís privaciones, desarraigos y calamidades… cada vez que robustecemos una frágil esperanza en vuestro corazón, estamos reparando, de alguna manera, infinidad de padecimientos soportados por generaciones y generaciones de niños y adolescentes, a lo largo de la retorcida historia del ser humano.


- Es como si les devolviéramos la vida… –te dije, con la confianza de que me entendieras.


- Sí, padrecito. Ya veo que las estrellas de aquella noche fueron harto luminosas –sonreíste.


Gracias, querido changuito, por escuchar. Todos necesitamos contar alguna vivencia. La mía quiso recordar a los niños-soldados africanos muriendo en absurdas contiendas; a las niñas que dejan jirones de su vida en inmundos prostíbulos; a los chicos de la calle, satisfechos en su deambular que reclama una moneda, un platito de comida, una mirada generosa; a tantas jóvenes personitas rebuscando su almuerzo en los basurales del mundo…


… A ese pequeño que muere cada tres segundos, víctima de pobreza extrema.


Por ello, hoy grito a mis colegas educadores: ¡Devuélvanles la vida!