La oración del fariseo y del publicano
La oración del fariseo y del publicano
Mons. Jesús Pérez Rodríguez, O.F.M..- Hoy, domingo trigésimo del tiempo ordinario, nos vuelve Jesús a instruir acerca de la oración con una parábola. Esta parábola, la relata san Lucas, en su evangelio, por la actitud de los fariseos: “dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.
Cuando alguien se propone ser deportista o aprender un arte u oficio entrena y entrena hasta quedar satisfecho. Sólo después de prepararse el deportista se anima a presentarse en público. No ocurre lo mismo con la oración. Normalmente, al principio parece que el estar en oración es obra fácil y se está satisfecho de acercarse a Dios, de corazón a corazón en la oración. Pero sucede que los entusiasmos desaperecen y comienza el aburrimiento, la aridez. Se vuelve pesada la oración.
Es necesario recordar que muchos santos, como san Juan de la Cruz, Santa Teresa, y, otros, pasaron por la aridez en la oración, pero supieron perseverar en ella. El seguir rezando en esos momentos de tedio y cansancio, el sentirse insatisfechos de sí mismos y de su oración es el momento culminante de haber alcanzado una profunda relación con Dios, a través de la oración.
Muchos cristianos y creyentes de otras religiones tenemos la experiencia de orar y sabemos que hay días en que nos sale espontánea la oración de alabanza, de acción de gracias… y que ha también días en que la oración no nos dice nada, se hace aburrida, pesada…
La parábola presenta la postura de dos personas y dos estilos de acercarse a Dios a través de la oración. Jesús no compara un pecador con un justo satisfecho de sí mismo y que desprecia a los otros. Quisiéramos llegar a la oración con muchas obras buenas y poder rezar como el fariseo. Nos duele hacer la oración del pobre publicano, que sólo se atreve a pedir perdón. Pero Jesús advierte que la oración bien hecha, la que eleva y acerca al hombre a Dios es la del publicano. Muchos hemos podido caer en la tentación de dejar la oración porque no tenemos muchas buenas obras que presentar al Señor. Si dejáramos la oración por ésta y otras razones, nos privamos de la oportunidad de intimar con Dios que nos ama y espera así como somos.
El evangelio como la primera lectura del libro de Sirácida quiere darnos confianza, especialmente, para esos días en que no sentimos nada en la oración o en ir a ella. Jesús dice que el humilde publicano “bajó a su casa justificado”, o sea, tuvo un verdadero encuentro con Dios, a pesar de sus pecados.
En cada misa empezamos con el acto penitencial y rezamos el “yo confieso…” o cantamos una oración pidiendo perdón. Esto lo hacemos con humildad, sintiéndonos pecadores ante Dios. Tiene que ser así, sólo Dios es Santo. Esto lo organiza de esta forma la Madre Iglesia, a través de los ritos de la liturgia, para que desde el principio la eucaristía esté centrada no en nuestros méritos ni en nuestros pecados, sino en la benevolencia y misericordia de Dios Padre.
Debiéramos revisar nuestras actitudes ante Dios y nuestra participación en la eucaristía buscando ser sinceros con Dios y con nosotros mismos y evitando caer en la rutina causante de la ruina del crecimiento espiritual. Imitemos, en la oración del “yo confieso, al humilde publicano y dándonos golpes de pecho expresamos ante Dios y los hermanos que hemos pecado, “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”.
El personaje central de la parábola del fariseo y del publicano es el humilde publicano. Dios nos llama a vivir una relación profunda con él esa es la vocación del hombre, llegar a la comunión con Dios nos dice en el Concilio Vaticano II.
El domingo pasado nos decía Jesús, “es necesario orar siempre sin desanimarse”. Hay que superar el desánimo, sabiendo que podemos ser mejores, reconociendo que Dios está a nuestro lado, como dice el apóstol Pablo, “el Señor estuvo a su lado, dándole fuerzas”. La experiencia de nuestras fallas debiera ser una oportunidad para experimentar la salvación que Dios nos ofrece. Todo el que acepta su pequeñez ante Dios logrará comunicarse íntimamente con Dios y podrá cantar como María: “mi alma glorifica al Señor… miró la pequeñez de su sierva”.
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