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Estados Unidos después de la parálisis

Estados Unidos después de la parálisis

Anne-Marie Slaughter.- Tras 16 días de museos cerrados, edificios federales semivacíos, calles extrañamente silenciosas y un limbo existencial para decenas de miles de trabajadores, vuelven a encenderse las luces en Washington. La crisis derivada del intento del ala radical de los congresistas republicanos de bloquear la implementación del plan de seguro médico universal propuesto por el presidente Barack Obama está superada (al menos, por ahora), pero deja tras de sí tres lecciones para el futuro.
En primer lugar, la próxima vez que la eurozona experimente una recaída en su crisis, Estados Unidos tendrá que morderse la lengua: al fin y al cabo, la reciente parálisis gubernamental dio un espectáculo que reveló patologías tan graves como las que caracterizaron las negociaciones económicas y políticas de la Unión Europea a lo largo de los últimos cinco años. ¿Hubo conducta irresponsable que pusiera en riesgo la salud de la economía global? Sí. ¿Sobreactuación política y demandas ridículas que impidieran de antemano cualquier posibilidad de acuerdo? Sí. ¿Negociaciones de último minuto y juegos de poder al borde del abismo, mientras todos alrededor nos preguntábamos si esta vez nos caíamos en serio por el barranco? Sí.
Pero últimamente, pocos países han escapado a la vergüenza de ver sus escándalos políticos internos expuestos a la vista de todo el mundo. En el Reino Unido, disturbios masivos hace apenas dos veranos; París, paralizada en forma recurrente por huelgas y manifestaciones; el ascenso de un partido fascista en Grecia; Ciudad de México, prácticamente sitiada por los maestros que ocuparon la plaza central; en Turquía, el primer ministro Recep Tayyip Erdogan recurriendo a la violencia, en junio, para poner fin a semanas de protestas contra su creciente autoritarismo. Y por el lado de las no democracias, en China el escándalo de Bo Xilai.
Vista en este contexto, la crisis de gobierno estadounidense luce un tanto diferente. Sí, es un síntoma claro de una profunda disfunción política, nacida de la demarcación politizada de distritos electorales y de los efectos distorsivos del sistema de financiación de campañas. Sin embargo, hay que destacar que toda la crisis se desenvolvió de acuerdo con los procedimientos constitucionales.
Pero incluso en medio de una polarización política como no se ha visto en Estados Unidos en décadas (sumada, en muchos lugares, a un odio visceral hacia el primer presidente afroamericano del país), la ciudadanía y la clase política estadounidenses entienden que violentar la Constitución atentaría contra los fundamentos del sistema de gobierno. Este entendimiento implica que la cura para la actual disfunción no se hallará en las calles, sino en las urnas. Y este compromiso colectivo con el principio de que el ejercicio del poder debe estar supeditado a las leyes es la esencia de la democracia liberal.
Sin embargo, los estadounidenses no están para festejos. De hecho, la segunda lección que podemos extraer de la crisis es que ya casi no queda lugar en Estados Unidos para el triunfalismo. Los alardes de excepcionalismo dieron paso a un patriotismo más sobrio, en el que los ciudadanos de a pie reconocen que existen desde hace mucho tiempo tendencias que erosionan la prometida igualdad de oportunidades; particularmente, falencias en los sistemas de salud, educación y provisión de infraestructuras del país.
La furia de los republicanos del Tea Party (como en su momento, la de los manifestantes de Occupy Wall Street) refleja cierta idea de que la única forma de cambiar el sistema es aplicar medidas drásticas, si no revolucionarias. Pero del otro lado, los votantes más pragmáticos están cada vez más disconformes con la parálisis política y con la incapacidad de las instituciones de gobierno para responder a las preferencias de una mayoría evidente de la población. Durante la pasada crisis, el índice de aprobación popular del Partido Republicano se redujo a apenas la cuarta parte del electorado nacional (un mínimo histórico), mientras que el índice de aprobación del Congreso en su conjunto no superó el 5%.
La última lección nos dice que la presencia femenina beneficia a cualquier sistema político. Fue muy comentado el papel que desempeñaron seis senadoras (republicanas y demócratas) en el logro de los acuerdos necesarios para poner fin a la crisis. Son mujeres que supieron mantenerse conectadas a través de la divisoria partidaria, mientras las relaciones entre sus colegas masculinos se deterioraban cada vez más y se abría paso una competencia de declamaciones y acusaciones mutuas.
El mundo debería tomar nota. Aunque las mujeres no sean forzosamente mejores que los hombres para gobernar, sus perspectivas y formas de involucrarse suelen ser diferentes, y estas diferencias pueden ser esenciales para resolver los atascos creados por el ego de los hombres. Además, las mujeres suelen prestar más atención a los padecimientos de personas reales que a la promoción de grandes principios y prefieren el progreso concreto a la victoria abstracta. Sea en un parlamento o en una negociación de paz, la presencia femenina lleva a mejores resultados.
El gobierno estadounidense está funcionando otra vez, por ahora. Ya se negocia la aprobación de un presupuesto real que satisfaga a todas las partes. Y el efecto que tendrá la pasada crisis sobre la suerte del Partido Republicano en las elecciones legislativas de 2014 es tema de discusión.
Pero lo que importa, en definitiva, es que las divisiones sociales y económicas del país se resolverán por la vía política, mediante elecciones y el esfuerzo de millones de estadounidenses en pos del logro de reformas fundamentales. Por más frustrante y vergonzoso que haya sido lo que pasó estas últimas semanas, pudo haber sido mucho peor.