El Rey crucificado

El Rey crucificado

Mons. Jesús Pérez Rodríguez, O.F.M..- Hoy es el último domingo del Año litúrgico. Celebramos la fiesta de Cristo Rey del Universo. Este rey, Jesucristo, es un regalo que el Padre nos envió como fruto de su infinito amor misericordioso. Cristo es rey desde toda la eternidad, por ser Hijo de Dios. Cristo es el ícono del Padre.
La lectura del evangelio de Lucas nos presenta la realeza de Cristo enmarcada en el contexto de su muerte en cruz. El trono de Cristo es la cruz. Allí había puesto Pilato “este es el rey de los judíos”. El pueblo mira a Jesús crucificado. Al dolor de la cruz se agregaban las burlas y mofas sarcásticas. Hasta uno de los ladrones, el mal ladrón, se contagia de aquel ambiente de improperios hacia Jesús.
Los jefes judíos y autoridades religiosas, le pedían que se salvara a sí mismo, puesto que él se llamaba Hijo de Dios y salvador. Los mismos soldados romanos le instaban a que mostrara que era rey. Pero Jesús no es un rey como los de este mundo. Muestra su naturaleza permaneciendo callado en la cruz, superando la tentación al desafío de los que pedían que bajara de la cruz. Jesús se pone en las manos de su Padre hasta morir dando su visa por todos.
A través de las lecturas de este domingo, último del año litúrgico –el próximo domingo iniciamos un nuevo año con el primer domingo de Adviento– nuestra mirada de fe la dirigimos a Cristo Rey del Universo, mirando al futuro de la historia de la humanidad, para vivir y revivir el gozo del misterio de Cristo que nos ha dado su reino, reino que todavía no se manifiesta en plenitud.
El reino de Cristo no es de este mundo, “mi reino no es de este mundo”, dijo Jesús a Pilato, en aquella hora tan importante cuando estaba a punto de ser condenado a muerte. Pero sí que el reino de Cristo está en el mundo y quiere que se extienda a todas partes. El reino de Dios como rezamos en el prefacio de la misa de este domingo es “un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”.
Esas notas del reino de Cristo son sus credenciales ante el mundo entero. El rey de los cristianos, Cristo Jesús, crucificado en la cruz no quiere hacer daño a nadie. El “ha venido para servir y no para ser servido”. El mayor servicio ha sido ofrendar su vida en la cruz por nuestra salvación. Por ello, la cruz no es una señal de ignominia, sino de amor. “En la Cruz de nuestro Señor Jesucristo está nuestra salud, vida y resurrección: por ella hemos sido salvados y liberados”. En uno de los himnos litúrgicos cantamos: “las banderas del Rey avanzan y el misterio de la cruz refulge”.
Al aclamar a Cristo con su corona real –a si le pintan en muchos lugares– no podemos menos de mirar a Cristo en la cruz donde nos conquistó a todos y nos hizo parte de su reino. Aunque es rey por naturaleza por ser Dios, lo es también por conquista. Ante Cristo puesto en la cruz las reacciones de la gente fueron diferentes: unos le rechazaron, otros le insultaron, algunos le abandonaron, unos pocos permanecieron con él y un centurión romano hizo una bellísima profesión de fe: “verdaderamente este hombre era Dios”.
Junto a la cruz hubo un ladrón, “el buen ladrón” que creyó en la realeza de Cristo. Este hombre, a quien la tradición da el nombre de Dimas, es el buen súbdito del Rey, Cristo Jesús. Comienza por aceptar sus culpas y pecados. Reconoce que está en la cruz porque se lo merece. El otro ladrón no reconoce a Cristo como rey. El buen ladrón lleno de fe en Cristo Rey reza esta súplica: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. ¡Qué grandiosa fe la del buen ladrón! Cree que Jesús es rey, a pesar de que ve como Jesús va poco a poco desangrándose. Esta fe extraordinaria mereció escuchar de los labios moribundos de Jesús que le dijo: “hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Miremos a nuestro Rey lleno de gloria sentado a la derecha del Padre, después de haber pasado por la muerte afrentosa de la cruz. Es nuestro rey por derecho propio, o sea, por su naturaleza divina, y rey por su conquista, su victoria obtenida por la resurrección entre los muertos. Prometámosle fidelidad guardando sus mandamientos y con la liturgia de esta fiesta digámosle con fe: “te pedimos, Señor, que quienes nos gloriamos de obedecer los mandamientos de Cristo, Rey del Universo, podamos vivir eternamente con él en el reino del cielo”.