SURAZO

Encomio de Ramón Rocha Monroy

Encomio de Ramón Rocha Monroy

Juan José Toro Montoya.- Ya tenía tema para el artículo de esta semana pero la lectura de uno firmado por Ramón Rocha Monroy me hizo –literalmente– cambiar de opinión.
El artículo titula “De pipirigallos y pipirijainas” y se publicó el martes en Los Tiempos y el miércoles en El Potosí. Yo fui uno de los pocos privilegiados que lo leyeron horas antes de su publicación y, pese a que lo hice con el peso de la edición diaria, disfruté como pocas veces en mi vida.
La nota tiene apenas 509 palabras y, aunque breve, incluye humor, de ese que tanto le gusta a Ramón; crítica literaria; enseñanza, mucha enseñanza, y, como cereza en “riquita torta”, un microcuento que merece mil veces los 20.000 dólares que la Fundación César Egido Serrano otorgó a un mendocino por un chiste que es más conocido que el esputo y quien esputa.
En el artículo, Rocha le echa un “Ojo de Vidrio” al Diccionario de la Real Academia Española, en el que existen cientos de palabras en desuso, y, luego de ilustrarnos con su significado, las utiliza para un relato brevísimo que no sólo arranca carcajadas sino también asombra por la habilidad con la que es relatado.
Tanto contenido en tan poco espacio es difícil de conseguir y sólo puede atribuirse a una enorme dosis de talento. Para un hombre de mi estatura, Ramón Rocha Monroy es un hombracho, un tipo grande y grueso. Quizás por eso me sorprendió ver uno de los lugares donde vivió, apenas el 2005, porque me pareció muy pequeño para él. Un par de ambientes atiborrados de libros en los que una cama, destendida y distendida, apenas se atrevía a manifestar su existencia. Y por ahí, en un lugar que mi frágil memoria no alcanza a precisar, estaba el montón de papeles de la novela que Ramón escribía entonces. “Es sobre el mariscal Sucre”, me confió, pese a que, en ese momento, yo era un completo extraño para él, y luego se desató en una serie de anécdotas sobre el héroe de Ayacucho. “¿Cuál será su título?”, le pregunté. “¡Qué solos se quedan los muertos!”, me respondió. Y cuando lo dejé, tuve la impresión de que el “Ojo de Vidrio” no estaba muerto pero se quedaba solo. Error. La amistad que el escritor me regaló después me permitió ver que Ramón Rocha Monroy tiene amigos, y de los buenos, en diferentes lugares gracias a su talento para las letras.
Ganador del Premio Erich Guttentag por “Ando volando bajo” y del Premio Nacional de Novela por “Potosí 1600”, es uno de los dos escritores vivos cuyas obras fueron seleccionadas entre las 15 novelas fundamentales de Bolivia. La elegida fue “El run run de la calavera” que, irónicamente, no alcanzó a convencer al jurado del Erich Guttentag que le dio un segundo lugar en 1983.
Así como le ocurrió con Antonio José de Sucre, cuando escribía “¡Qué solos se quedan los muertos!”, Ramón se enamoró de Potosí mientras investigaba el pasado colonial de esta ciudad a la que piropeó hasta el cansancio en su última visita.
Al leer “De pipirigallos y pipirijainas”, y disfrutar con la magia del idioma manejado como pocas veces vi en mi vida, entendí por qué Ramón Rocha Monroy ya no puede ser considerado parte de la nueva generación de escritores ya que, cuando todavía era un jovencito, se ganó el lugar que tiene entre los grandes, no entre los de gran tamaño, que para mí son hombrachos, sino entre los grandiosos.