EDITORIAL
Una época de contrastes
Una época de contrastes
Hace falta, también, que las políticas públicas no se limiten al actual y acentuado asistencialismo y se orienten a generar condiciones de productividad en las áreas rurales del país
Las vísperas de Navidad, sobre todo en las ciudades principales del país, así como anuncian la proximidad de la fiesta del regalo, casi invisibilizando el verdadero espíritu de la celebración religiosa, son ocasión para que las calles se llenen de personas que nos recuerdan la alarmante pobreza del país.
La temporada, que en el calendario católico se conoce como Adviento, y más bien está llena de esperanza por la pronta llegada del Salvador, es, como en ninguna otra ocasión en el año, la más clara muestra de la desigualdad, esa que aparece permanentemente en los índices escondida detrás de abstractos números.
Las calles de la ciudad, sobre todo en las zonas más comerciales y en los alrededores de la extensa feria navideña, pronto estarán sobresaturadas para dar cabida a interminables exposiciones de regalos navideños con ofertas para todos los bolsillos. Es probable que gran parte de la mercadería ofertada provenga del contrabando, que da empleo a miles de personas persuadidas de que esa es la única alternativa laboral que el país les ofrece.
En medio de ese paisaje, también puede anticiparse el anual peregrinaje hacia la ciudad de centenares de familias campesinas para obtener, trabajando o mendigando, unos escasos recursos o regalos que permitirán llevar una sonrisa al rostro de sus hijos o suplir las carencias que su paupérrima economía no logra satisfacer.
Es el tiempo en que, sin planificarlo, decenas de miles se trasladan desde sus comunidades hacia las capitales, en busca de las dádivas de la gente de los centros urbanos. No lo hacen por gusto, o por desafecto al trabajo. En una tierra donde los índices de pobreza o de desarrollo humano están entre los más alarmantes del país, es lógico que la migración a la ciudad sea una alternativa razonable.
Por su parte, las solidarias campañas de recolección de juguetes –distorsionadas, muchas de las veces, por un sentido meramente publicitario– también pondrán su atractivo a la migración, pues los migrantes navideños también vienen por juguetes, algo de comida y ropa para sus hijos.
En pocas semanas gran parte de las mujeres y los niños que comienzan a llegar a las ciudades habrá vuelto a sus comunidades, pero muchos jóvenes se quedarán, al menos por un tiempo más, a mendigar o a buscar empleo, generalmente mal remunerado y acompañado en muchos casos de discriminación.
La Navidad debe ser símbolo de esperanza, de solidaridad y de justicia. Urge por ello, a la luz de las contradicciones que se hacen evidentes, reconsiderar cuanto aspecto favorezca a eliminar la exclusión, la discriminación y la inequidad. Y hace falta, también, que las políticas públicas no se limiten al actual acentuado asistencialismo y se orienten a generar condiciones de productividad en las áreas rurales del país.
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