“Soy el capitán de mi alma”
“Soy el capitán de mi alma”
Carlos D. Mesa Gisbert.- La tarea más difícil de un ser humano es la capacidad de restituir el espíritu después de la violencia, el dolor y el odio. La pasión por una causa es un motor extraordinario, pero puede ser también el alimento incesante para justificar cualquier cosa.
Cuando se ha negado todo rasgo de justicia, de humanidad y de reconocimiento al otro como un igual; cuando un número es la identidad y un cubículo miserable el “hogar” por un día, diez, trescientos sesenta y cinco, y diez mil días; cuando la tortura ha lacerado la carne, y la vejación y la humillación han querido doblegar el espíritu; parece imposible perdonar, parece haberse abierto la terrible puerta de la venganza.
El que ha sido sometido tiene todas las razones en la mano para atacar y destruir, para expulsar y dividir, para afirmar sin temblar que ha llegado el tiempo de un “Nosotros” específico, aquel de la larga y brutal exclusión. Puede decir que es imperativo cobrar las cuentas de toda la sangre derramada –¡Recuerden Soweto!–, que la nación deber ser ocupada y gobernada sólo y exclusivamente por quienes fueron tratados peor que animales dentro de su propio suelo. ¿Hacen falta muchas explicaciones para tomar revancha?
Pero la política no es sólo una forma implacable de tomar e imponer el poder, o el de la negociación pragmática, o el de los resultados a cualquier precio. Es también y sobre todo el desafío de conjugar valores e intereses, es encontrar la mejor ruta para llegar a destino, es diferenciar aquello que se obtiene de manera inmediata de aquello que permite construir los cimientos para el tiempo largo.
Nelson Mandela recogió su semilla de los escombros de una vida que había sido condenada al desastre. Forjó el acero indestructible de una convicción, la de entender que lo único posible era demostrar que su país es la casa común de todos. No un “todos” mutilado, no un “todos” que abarcara a ciudadanos de primera y de segunda, no un “todos” en el que los espacios estuvieran compartimentados por el color de la piel. Todos, víctimas y victimarios, racistas y discriminados, ricos y pobres. Todos de verdad.
Su propia espalda, tantas veces golpeada, fue el recordatorio de qué era lo que estaba en juego. Por eso transmitió la lección, la de desterrar el odio por muy improbable que parezca conseguirlo, la de enseñar que la humanidad sólo sobrevivirá si asume que debe compartir, convivir, aceptar y respetar.
La historia cruzó su vida con la de Frederik de Klerk, el último presidente blanco de Sudáfrica. Si de Klerk había entendido el momento, y lo había liberado y había aceptado la transición irreversible hacia una nueva nación contra el sentir de la minoría caucásica, él podía demostrar que era posible hacer exactamente lo contrario de lo que todos los blancos creían que haría y lo que una gran mayoría de sus propios partidarios exigía.
El camino de la reconciliación es siempre más lento y más difícil que el de la guerra y el de la violencia, pero es el camino correcto. Esa es la diferencia que hace de Nelson Mandela un gigante, el haber demostrado la valentía mayor, la de enfrentar a sus compañeros e imponer una filosofía que trascendió largamente los límites de su patria para convertirlo en un personaje de dimensión mundial.
Los sucesores de Mandela no han estado a la altura, ni por su comportamiento ético, ni por sus aptitudes de gobierno, menos aún lo está su familia más próxima. Sudáfrica no ha superado aún problemas serios de pobreza, desigualdad y exclusión, pero se desarrolla sobre una evidencia clara, cualquier cosa que haga deberá basarse en valores democráticos, en la constancia de hacerlo en un espacio plural y bajo la sombra protectora del árbol de la paz.
Mandela, padre de la nueva Sudáfrica, respondió cuando le propusieron sustituir la bandera del viejo país del apartheid por la del Partido del Congreso Nacional Africano, que había que crear una nueva bandera que integrara los colores de la enseña impuesta por los afrikáners y la de su propio partido. Así se hizo. El pasado –pensó– no se puede borrar de un plumazo y las heridas no desaparecen porque se bañen en sangre, ni porque se presuma que han sido arrancadas del cuerpo. Las heridas cicatrizan lentamente, reconocidas y curadas con muchos cuidados.
La victoria de Mandela es la victoria de la política con mayúsculas, es la victoria del humanismo profundo en sus valores, es la victoria de los verdaderos ideales humanos porque nos abarca a todos.
“Ser libre no es solamente romper tus propias cadenas, es vivir para garantizar y mejorar la libertad de los demás”, dijo alguna vez.
Como reza el poema de Henley, el Presidente Mandela fue siempre el amo de su destino y el capitán de su alma.
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