RESOLANA
Ivy Marey
Ivy Marey
Carmen Beatriz Ruiz.- Juan Carlos Valdivia nos tiene acostumbrados a su buen cine, con el que ha explorado varias dimensiones de nuestra realidad, desde la lejana película Jonás y la Ballena Rosada, con la que contó las claves de la descomposición a la que nos sometía el narcotráfico hasta la que radiografió las diferencias sociales paceñas en Zona Sur. Pero con Ivy Marey, La Tierra sin Mal, además de la realidad, explora parte de nuestras almas.
Con una factura impecable, la historia cuenta que un cineasta parte de La Paz hacia El Chaco porque quiere hacer una película sobre los guaranís y su Tierra sin Mal. Contrata a un guía guaraní con el que, desde el primer contacto y luego a lo largo de todo el viaje, habrá un cruce de ironías, confrontaciones y descubrimiento, como suele ocurrir cuando dos seres humanos distintos en su cultura e historia se relacionan para llevar a cabo un proyecto común. Valdivia nos regala una vivencia humorística de esas relaciones, que no está desprovista de violencia y malas intenciones.
El viaje marca un itinerario en el que la belleza de los paisajes nos maravilla. Como nos sorprende la soledad de un ser humano que quiere aprehender y aferrar una realidad que se le escapa, probablemente porque su búsqueda está enredada en rituales, cuando la verdadera indagación debería darse dentro de sí mismo. El cineasta quiere dejar de ser un “blanco” para ser indio, dice. Y comprueba que dejar de ser es imposible. Tiene que ser él mismo para aprender a respetar y convivir, con los otros.
Es cierto que Ivy Marey traza un itinerario absolutamente personal e individualizado. Pero ¿acaso no son esos los procesos que dejan huella y nos transforman? Reviviendo la historia reciente que nos ha llevado hasta el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural en el país, me queda el sentimiento de que la mayor parte de sus aspectos los remitimos a lo colectivo y al discurso. Sea éste el lenguaje de la investigaciones antropológicas o el de las arengas políticas, su riesgo permanente es quedarse en palabras y en fórmulas que no llegan a permear el cambio de actitudes que se busca.
También es cierto que las actitudes personales, aquellas que expresan rotundamente a la mujer y al hombre como individualidad, requieren de soporte normativo y de instituciones que las respalden, obliguen y promocionen. Sin embargo, nuestro lenguaje y nuestras prácticas en la política disocian ambas dimensiones, habiendo llegado al absurdo de contraponerlas y enfrentarlas.
¿De qué color ves el mundo? Del mismo que lo ves tú ¿Y cómo sabes cómo lo veo? En ese sencillo diálogo final de la película se pueden resumir los dilemas de la interculturalidad: aceptar la diferencia y respetarla, no querer ser el otro pero tratar de entenderlo y hacerse entender. Horizontalidad, vernos y relacionarnos como iguales–diferentes, ese es el reto de la tan cacareada interculturalidad.
Pensamientos y sentimientos. Individuos y colectivos. Ciudadanías y sociedades. Nos acostumbramos a plantear el mundo en opuestos irreconciliables, cuando la realidad nos dice, todo el tiempo, que los tenemos que integrar. Si no me propongo transformar mi pensamiento y mi acción discriminadores, ¿puedo transformar mi entorno? Si yo misma cambio, entonces puedo intentar cambiar el mundo. Parece que el cambio comienza por la mirada… y nunca termina.
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