EDITORIAL

El legado de Nelson Mandela

El legado de Nelson Mandela

A pesar del peligro de que la figura y la memoria de Mandela sean objeto de manipulaciones y banalizaciones, lo importante es lo esencial de su legado

Desde que murió Nelson Mandela, decenas de personajes representativos de la élite política, cultural, económica y social mundial han rendido distintos homenajes a la memoria del líder sudafricano y dejar constancia de su adhesión a los valores que enarboló durante su labor política.
Simultáneamente, desde un extremo al otro del amplio espectro en que están divididas las opiniones políticas, ideológicas, religiosas, culturales de la humanidad, se han multiplicado las expresiones de homenaje, admiración y respeto. Desde los más encumbrados intelectuales del planeta hasta los más humildes ciudadanos, ha sido unánime la adhesión al mensaje que, más que con sus palabras, dejó Madiba con su testimonio de vida.
El sólo hecho de que así sea es razón suficiente para reconocer que Nelson Mandela ya tiene asegurado un lugar muy destacado en la historia de la sociedad contemporánea. Nadie, ni quienes guiados por el escepticismo ponen en duda la autenticidad y sinceridad de muchas de las expresiones de “mandelismo” que están hoy tan en boga, podrán negar la importancia real y simbólica de tan significativa confluencia de opiniones alrededor de los principios y valores –del sustento ético y moral– que guiaron la acción política de Mandela.
No puede verse con desdén, por ejemplo, el hecho de que fue ante su féretro que se encontraron, pasando por encima de más de cinco décadas de distanciamiento, los gobernantes de Estados Unidos y Cuba. Cuando Barack Obama y Raúl Castro compartieron con un muy reducido grupo de personajes la responsabilidad de plasmar en pocas palabras sus respectivas maneras de entender y valorar lo que Mandela hizo y dejó de hacer dieron una muestra, aunque fue sólo simbólica, de la huella que dejó Nelson Mandela en la política contemporánea.
No se debe perder de vista, sin embargo, que tras la aparente unanimidad y elocuencia de las palabras de homenaje hay mucho de oportunismo. En efecto, así como no hay por qué dudar de la sinceridad de las palabras de muchos de quienes expresan su admiración y respeto al líder sudafricano, tampoco se puede soslayar, por lo evidente que es, lo incongruentes que resultan muchas de esas expresiones si se las compara con los actos de quienes las pronuncian.
Resulta un contrasentido, por ejemplo, que entre quienes acudieron a Sudáfrica estuvieron los dictadores africanos Teodoro Obiang Nguema, de Guinea Ecuatorial, y Robert Mugabe, de Zimbabue, entre muchos otros cuya trayectoria de vida y práctica cotidiana se ubican en las antípodas de lo que fue la prédica y práctica de Mandela. Y tan elocuente como lo anterior fue, por ejemplo, que el Dalai Lama se viera impedido de asistir porque las excelentes relaciones diplomáticas entre China y Sudáfrica no lo permiten.
De cualquier modo, a pesar y por encima del peligro de que la figura, la obra y el legado de Mandela se desfiguren y banalicen por la manipulación de la que están siendo objeto, lo importante, y lo que habrá que preservar, es lo esencial de su mensaje. Y eso es algo que, felizmente, está más allá de las palabras y los gestos fatuos. (Reedición)