COLUMNA VERTEBRAL
El cerco del alma
El cerco del alma
Carlos D. Mesa Gisbert.- Alguna vez pienso en el conquistador y su aventura, sus ojos profundos, su determinación, su yelmo y su armadura, la mujer que lo ama y lo acompaña, la mano firme, la espada reluciente primero, ensangrentada ahora. La épica y la muerte van de la mano, abrazadas, mezcladas con el dolor y el sinsentido. Es sobre la vida de los otros que se construye la épica, es sobre los brazos cortados y las almas solas.
Alguna vez pienso en el emperador indio, el que se sienta sobre un palanquín en la plaza que marcará su muerte o en el otro emperador, el joven inflamado que derrotado no acepta ni aceptará nunca la derrota. Pienso en sus miradas, la del hombre seguro que sabe que aplastará a los otros hombres o la del hombre que odia a aquellos que vinieron a subvertir y destruir su mundo. El uno que cree que con un movimiento de su mano barrerá a los barbados, el otro que sabe que día a día, noche a noche tendrá que enfrentar los caballos y a los hierros y que presiente la condena, como el otro no adivina su caída.
Qué Dios nos puso este destino, qué designio oscuro y ladino se escribió sobre nuestra frente. No lo sé, pero aquí estamos, a tantos y tantos años de esa épica terrible que escribió sobre nuestra frente este tránsito de hoy, atrapados en una trampa que gira y gira sobre nuestros cuello, el mío y el tuyo y el de todos. Miro el perfil del escudo bordado sobre la bandera de colores limpios y fuertes y me pregunto qué tiempo es este que vivimos, qué determinación alucinada acompaña nuestros pasos. Nada hay que hagamos, ni un gesto, ni una palabra, ni un acto que no tenga que ver con lo que fuimos.
Aquí está la tierra aterida y sola. Aquí está fuerte, de roca profunda, igual que hace un siglo y medio, y dos, igual de sobrecogedor es su sino, como lo es este camino en el que nada que hagamos conduce a otro final que este final de encontrarnos, como una sucesión de eslabones que pulimos con fruición.
Nada que pensemos y sintamos y querramos construir, se construye por si sólo, porque el barro no se seca nunca, porque la historia lo inunda todo, hasta nuestra mirada.
La consigna es vivir, vivir sangrando a veces, la consigna es tocarnos el pecho y buscar nuestras entrañas hasta que se transformen en carne vigorosa, de tendones y músculos tensos. La consigna es alimentar el corazón, y el corazón resiste y late, late a pesar de todo, un latir con sentido. Es el latir de quien, aunque morirá irremediablemente, será savia
A nuestras espaldas está el retrato del Cóndor Indio. Piensa -nos dijeron- en el lugar que encontró. Piensa en que esta historia se repite y que aunque es distinta la fibra y es otra la ambición, finalmente de lo que se trata es de recuperar humanidad, el derecho a ser seres humanos, el derecho a respetar al otro, el derecho a no odiar, el derecho a ser libre.
Este es el espacio y el tiempo de la celebración, de la celebración a pesar de las dentelladas, a pesar de las telarañas armadas para asfixiar al otro, asfixiarlo porque sí, porque la ley no escrita es que tu sobrevivencia depende de que destruyas al otro.
Mañana, hechas nuestras vidas, llenas de cotidianeidad, seremos probablemente un cuadro, una imagen, un recuerdo, un recuerdo que, como en la Roma de Fellini, desaparecerá, color por color hasta el último pigmento cuando una ráfaga de aire nuevo lo barra todo y nos cubra de olvido. Pero mientras tanto, el juego es vivir, tener miedo y vencerlo, estar cercado y apostar por la vida derrotando siempre a los suicidas, a los carroñeros que se despedazan porque sí, porque no saben hacer otra cosa, porque jamás entendieron nada y porque lo último que quisieran es entender, porque si entendieran, desaparecerían, no serían más.
Solo una cosa irreductible, tan invencible como el silencio y el vacío y el miedo y el desengaño. Se mantiene inalterable en el centro de nuestras almas, es la esperanza loca, desconectada de la realidad, es la esperanza hecha utopía (¡que palabra poderosa ésta!), la esperanza de que la vida tiene alguna sorpresa escondida en la manga, la esperanza de que en medio del lodo siempre hay un hoja verde, intensamente verde, y la certeza de que las hojas y las ramas y los árboles frondosos nacen del estiércol, sólo son por él, sólo viven porque otros murieron. Y entonces, a pesar de todo, heridos en el corazón, mantenemos el alma viva y la decisión de no rendirnos. Quizás porque al lado de la sangre y la violencia de la espada está el prójimo, el otro, tú, nuestra entraña misma, razón que da razón a estar aquí, por tí que eres una, uno, un millón y miles de millones. Esa es la cumbre de nuestra paradoja.
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