RESOLANA
Los inmortales
Los inmortales
Carmen Beatriz Ruiz.- Dicen que la inmortalidad “es la posesión de la vida en su más alto poder”, ya que es la exclusión de la muerte, la negación de que la vida es finita. Los seres humanos hemos aspirado desde siempre a esa forma de poder que significa victoria total sobre la fragilidad de la humanidad, por tanto, múltiples voces en la filosofía y en la literatura se han ocupado de esa loca ambición.
El pensador francés Michel Foucault puntualizó en una entrevista con Jerry Bauer (ADN Cultura, La Nación, Argentina, septiembre de 2012) que “Alcanzar la inmortalidad es la máxima aspiración del poder. El hombre sabe que es destructible y corruptible. Se trata de taras que ni siquiera la mente más lógica podría racionalizar. Por eso el hombre se vuelve hacia otras formas de comportamiento que lo hacen sentirse omnipotente. A menudo son de naturaleza sexual”.
Vencer a la muerte puede ser un deseo racional y consciente o un impulso de desafío al riesgo, la convicción inconsciente de que, despreciando el peligro, nada podría dañarnos, una actitud que, por ejemplo, hace que la juventud se sienta invulnerable. Como todos los sentimientos y los hechos en la vida (y en la muerte), los imaginarios sobre la inmortalidad pueden tener dimensiones dramáticas, conmovedoras o profundas, pero también banales o grotescas. El afán de cada jornada ofrece un extenso muestrario - bestiario de inmortales.
Los motociclistas encabezan el ranking. En las ciudades del altiplano no es tan frecuente cruzarse con ellos (el masculino nunca tan bien puesto), bulliciosos bólidos zigzagueantes, pero en Cochabamba, Santa Cruz, Trinidad y Cobija son verdaderos enjambres. Su desprecio a la vida no es solo para sí mismos, sino también hacia la existencia de los demás. Se creen con derecho a todos los carriles de la calle y al cruce entre éstos, pero su mayor convicción de inmortalidad se expresa en la resistencia a cumplir las reglas (¿las hay?) y a usar casco. No hay duda, aquí hay síntesis entre poder y sexualidad. La falocracia motorizada deviene en estupidez suicida.
Luego puntean la lista los conductores de minibuses en las ciudades y de “surubíes” y taxis en las rutas interdepartamentales. Viven con prisa y saltan todas las reglas, tienen “permiso para matar” sin recordar que esto también puede significar morir.
En tercer lugar están los inefables peatones que por negocio, como los vendedores ambulantes que torean autos; por desaprensión, como quienes vitrinean, cotizan, levantan información, comparan datos y hacen compras y vida social en el corazón del caos urbano convertido en mercado.
Y finalmente están los políticos. Estos quieren perpetuidad (como los nichos) más que inmortalidad, pero entran en la lista porque esa ambición los hace tan inconscientes como adolescentes, tan torpes como motociclistas, tan peligrosos como minibuseros y tan irrespetuosos como peatones. No tienen letales armas motorizadas ni atributos más tangibles que sus cargos, pero la permanencia a destajo en las posiciones de poder les hace perder la memoria y el decoro y, cómo no, su posición está profundamente vinculada a la potencia sexual. ¡Salud don Sigmund Freud!
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