Sábado, 1 de febrero de 2014
 

PROJECT SYNDICATE

Los disparates de la ayuda extranjera

Los disparates de la ayuda extranjera

Kenneth Rogoff.- La enorme brecha entre los países más ricos y los más pobres continúa siendo uno de los mayores dilemas morales de Occidente. También supone uno de los mayores desafíos para la economía del desarrollo. ¿Sabemos realmente cómo ayudar a los países a superar la pobreza?
En su nuevo libro, elocuentemente escrito y profundamente documentado, The Great Escape: Health, Wealth, and the Origins of Inequality (El gran escape: salud, riqueza y el origen de la desigualdad), Angus Deaton, de la Universidad de Princeton, insta a la cautela. Para quienes se interesan por la pobreza mundial, es indudablemente el libro más importante sobre asistencia para el desarrollo que se ha publicado en largo tiempo.
Deaton sugiere que, demasiado a menudo, la asistencia occidental sirve para mitigar la culpa de los donantes más que para solucionar las dificultades de los receptores. Esto es especialmente cierto cuando la asistencia ingenua sirve para reforzar un statu quo disfuncional. Si bien Deaton apoya ciertas iniciativas, en especial para la provisión de conocimiento y tecnología médica, cuestiona si la gran mayoría de la ayuda pasa la básica y decisiva prueba hipocrática: "lo primero es no hacer daño".
Para comenzar, evaluar e implementar políticas de ayuda requiere desarrollar herramientas para estimar con precisión dónde son más necesarias. Los economistas han desarrollado algunos indicadores útiles, pero son mucho menos precisos de lo que los políticos y los medios parecen creer.
La mayoría de los expertos coincide, y Deaton con ellos, en que al menos mil millones de personas en el planeta viven en circunstancias desesperadas, similares a las imperantes hace cientos de años. Nuestro fracaso en aliviar sus penurias es moralmente reprensible, pero, ¿dónde se encuentran exactamente las mayores concentraciones de pobres? Los datos son difíciles de obtener y aún más difíciles de interpretar.
Los intentos por convertir el ingreso nacional en un denominador común están plagados de complicaciones. Un ejemplo destacado es el margen de error del 25% en las comparaciones sobre la paridad del poder adquisitivo entre los PBI de Estados Unidos y China. En otras palabras, no podemos saber si el producto chino actual equivale al 55% o al 92% del estadounidense. Olviden las precisas predicciones sobre la fecha en que China superará a EE.UU. en el puesto de mayor economía del mundo... ¡ni siquiera estaremos seguros cuando realmente ocurra!
Este problema no es exclusivo de las comparaciones entre China y EE.UU.; tal vez resulta incluso más aplicable al comparar los ingresos de los pobres en Bombay con los de los pobres en Freetown. Otro importante problema es la medición del progreso en un mismo país a lo largo del tiempo. ¿Cómo podemos comparar los índices sobre el costo de vida en períodos distintos cuando nuevos bienes continuamente cambian dramáticamente los modelos tradicionales de consumo? Consideren el impacto de los teléfonos celulares en África, por ejemplo, o de Internet en la India.
La entrega directa de asistencia médica es una de las mejores opciones, pero de todas formas puede constituir una tremenda sangría para los ya escasos recursos locales: hospitales, médicos y enfermeras. Abundantes ONG occidentales a menudo captan el talento de empresas nacientes, que podrían ayudar al país mucho antes de que las ONG reajustaran sus prioridades y avanzaran.
De hecho, existe un sorprendente paralelo entre los problemas causados por el ingreso de ayuda y la "maldición de los recursos naturales" (o el "mal holandés", otro nombre que recibe en occidente): los ingresos generados en un sector económico –habitualmente petrolero o mineral– hacen subir los precios en toda la economía (incluido el tipo de cambio) y eliminan la competitividad de otros sectores. Además, gran parte de esta ayuda se entrega en especie y por motivos estratégicos, a menudo en apoyo de gobiernos ineficaces y cleptocráticos.
Deaton observa que, por lo general, los países occidentales se desarrollaron sin recibir ayuda. (Tal vez el plan Marshall en Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, haya sido la excepción, aunque su meta era más de reconstrucción que de desarrollo). China e India también han logrado sacar a cientos de millones de personas de la pobreza, con relativamente escasa ayuda occidental (especialmente China). Deaton sostiene que quienes proporcionan ayuda deben ser extremadamente cuidadosos para evitar interferir con fuerzas políticas y sociales que, con el tiempo, pueden generar cambios internos orgánicos y, por lo tanto, más duraderos.
Otro enfoque intelectualmente de moda es el de efectuar pequeñas pruebas aleatorias para examinar, digamos, la eficacia de los incentivos a la asistencia escolar o de campañas de vacunación. Deaton sostiene correctamente que este enfoque, ahora consagrado en los procedimientos del Banco Mundial, es muy poco útil para entender cómo ayudar a que un país se desarrolle más ampliamente. Los resultados suelen ser específicos para las circunstancias particulares de un país y no hay motivo para suponer que crecerán a escala cuando se los confronte plenamente con los problemas de gobernanza de un país en desarrollo. Que la gente de muchos países africanos parezca estar peor en la actualidad que en 1960 tiene mucho más que ver con el despotismo y el conflicto interno que con la eficacia de los programas de asistencia.
A pesar de estas advertencias, el mensaje de Deaton es fundamentalmente positivo. Para la mayor parte de la humanidad, este es el mejor momento de la historia para vivir. La senda del desarrollo sigue ahí para que otros la aprovechen. La asistencia y los consejos occidentales específicos pueden ayudar, pero los donantes deben prestar más cuidado a no interferir en los avances de los beneficiarios con su ayuda.