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La idiotez de los valores olímpicos
La idiotez de los valores olímpicos
Ian Buruma.- No debería sorprender a nadie que los preparativos para los Juegos Olímpicos de Invierno en Sochi, Rusia, hayan resultado inmensamente costosos y estén plagados de corrupción. Pero la magnitud del exceso, de todas maneras, es espeluznante. El costo de construir pistas de esquí, pistas de hielo, caminos, salones y estadios para deportes de invierno en un complejo subtropical del Mar Negro ha superado con creces los 50.000 millones de dólares. Los críticos dicen que la mitad de este dinero fue robado o se pagó en concepto de sobornos a los amigos del presidente Vladimir Putin, quienes suelen ser los que ganan los mejores contratos.
Un crítico, un empresario ruso de nombre Valery Morozov, sostiene que funcionarios de la propia oficina de Putin pidieron sobornos a cambio de contratos. Después de recibir la amenaza de que "lo ahogarían en sangre", Morozov huyó del país.
Ahora bien, ¿qué se podía esperar en un país en el que las grandes empresas, el crimen organizado y la política coinciden tantas veces? Pero, dejando de lado la gran escala, Rusia no es el único país en el que los deportes olímpicos, las carreras de Fórmula 1 (que también se llevará a cabo más avanzado el año en Sochi) o el fútbol de la Copa del Mundo son una bendición para el robo y los chanchullos.
Otro tema son las leyes inadmisibles de un país anfitrión, que pueden hacer que una competencia deportiva internacional parezca indecorosa. Las leyes raciales de la Alemania nazi ya estaban firmemente en práctica cuando se llevaron a cabo las Olimpíadas de Berlín en 1936, al igual que las restricciones a la libertad de expresión en China en 2008. Rusia, por su parte, adoptó una prohibición a la "propaganda homosexual" –una ley patrocinada por Putin que es absurda y a la vez tan imprecisa que se podría utilizar para arrestar a cualquier persona considerada un inconveniente para las autoridades.
Putin, sin entender en absoluto las objeciones de sus críticos, aseguró al mundo que los atletas y los visitantes homosexuales a los Juegos de Invierno estarán totalmente a salvo, siempre que "dejen a los niños en paz". La suposición aquí es que los homosexuales son pedófilos de corazón; para estar seguros en Sochi, sólo tienen que controlarse hasta que regresen a sus países decadentes. Rusia, mientras tanto, defenderá valores tradicionales decentes. Como informó a la BBC el alcalde de Sochi, Anatoly Pakhomov, "no tenemos homosexuales en nuestra ciudad".
Este tipo de intolerancia, destinada a movilizar a las fracciones más ignorantes de la sociedad rusa detrás del Presidente al consentir sus prejuicios, debería generar más protestas de las que genera. Más de 50 atletas olímpicos internacionales ya han manifestado públicamente su oposición a la ley. Sería bueno que más atletas hablaran, a pesar de los esfuerzos por parte de los organizadores rusos de prohibir las declaraciones políticas.
Pero la raíz de los problemas en Sochi es mucho más profunda que las prácticas corruptas de los amigos de Putin o su ley aborrecible respecto de la propaganda homosexual. Una y otra vez, ya sea en Brasil o en Qatar en sus preparativos para la Copa Mundial de fútbol, o los Juegos Olímpicos que se llevan a cabo en sociedades opresivas y autoritarias, la misma contradicción se vuelve evidente.
Aun si la FIFA, la asociación mundial de fútbol, o el Comité Olímpico Internacional insisten en que están por encima de la política, sus grandes eventos son explotados políticamente por todo tipo de regímenes, algunos de ellos deleznables. En consecuencia, el deporte se vuelve político. Y cuanto más la FIFA y el COI defiendan su inocencia política, más los regímenes van a utilizar los eventos deportivos internacionales para sus propios intereses.
Esa contradicción se remonta a los inicios del movimiento olímpico moderno. El barón Pierre de Coubertin, sacudido por la derrota de Francia en una guerra desastrosa con Prusia en 1871, en un principio apuntó a restablecer la virilidad de los hombres franceses fomentando juegos organizados. Luego se volvió más ambicioso y expandió su visión para incluir a otros países.
En un mundo tantas veces desgarrado por los conflictos militares, Coubertin creía que se podía alcanzar la paz y la hermandad internacional reviviendo los antiguos Juegos Olímpicos griegos. Insistió desde el principio en que sus juegos estarían por encima de la política, porque la política es divisiva, mientras que el propósito de los juegos sería unir a la gente.
Karl Marx alguna vez dijo que ser apolítico era una forma de idiotez. En la antigua Grecia, los idiotas eran personas a las que sólo les importaban los asuntos privados y desdeñaban toda vida política. Coubertin hizo pública su idiotez.
Y así fue que a la edad de 73 años, un año antes de morir, Coubertin, ya enfermo, llegó a grabar un discurso, emitido en el estadio durante las Olimpíadas de Berlín en 1936, sobre los ideales de justicia y hermandad. Mientras tanto, Hitler y sus secuaces explotaban los juegos para fomentar el prestigio del Reich nazi. Y algunos atletas judíos fueron retirados discretamente de los seleccionados nacionales.
Nada ha cambiado desde entonces. Hoy, el COI todavía se envuelve con el manto idealista de la idiotez olímpica apolítica, mientras Putin utiliza los Juegos Olímpicos para intentar darle lustre a su Estado ruso, cada vez más autocrático y deteriorado. Sin duda, los Juegos ofrecerán mucha emoción a los espectadores en todo el mundo. Pero pongámonos a pensar por un minuto en los homosexuales y otros ciudadanos vulnerables que tendrán que vivir bajo el régimen venal y cada vez más despótico de Putin una vez que la fiesta haya terminado.
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