TAL COMO LO VEO
¿Autoridad sin solvencia moral?
¿Autoridad sin solvencia moral?
Waldo Peña Cazas.- Hace menos de una década, el régimen del MNR, elegido por voto democrático, propició el desafuero de Evo Morales, dirigente cocalero y diputado nacional, acusándole del de organizar marchas, bloqueos, violencia y todo el desbarajuste nacional. Con Evo sin inmunidad, decían los mandamases de entonces, se restablecería la paz social y todo sería una taza de leche; pero el remedio fue peor que la enfermedad: el MNR acabó patitas en la calle y el agitador se convirtió en represor de los viejos legalistas, convertidos a su vez en nuevos agitadores. ¿Diagnóstico equivocado o tratamiento chambón?
Parecería incongruente, irónico; pero obedece a la lógica del poder. La pregunta es: ¿cómo pudieron pocos extremistas campesinos, descalzos, desnutridos, poner en jaque a un Estado con organismos especializados, asesoría externa, abundantes recursos y elegido por voto mayoritario? Hoy la historia se repite; pero al revés: ¿podrá un puñado de políticos desplazados hacer probar a Evo su propia medicina? ¿Puede un solo agitador, o un puñado de ellos, mover grandes masas por tiempo prolongado? Esto significaría que una claque de antisociales tiene mayor capacidad para armar zafarranchos que las autoridades para solucionarlos; o sea que, mientras los alborotadores son altamente eficientes, los gobernantes acusan una alarmante ineptitud para persuadir y para reprimir. Detrás de los agitadores pueden haber poderosos intereses; pero nada podrían hacer sin la insolvencia moral y la incapacidad de los gobernantes.
Si las autoridades fueran eficientes y los perturbadores no tuvieran oscuros financiamientos, habría que buscar otras explicaciones para el imperio del desorden. ¿Ignorancia, taras genéticas o disfunción de las glándulas endocrinas de gran parte de los bolivianos? Sin importar su raza o cultura, el hombre puede actuar bestialmente por impulsos vitales como el hambre, el miedo o la sexualidad, sobre todo cuando forma parte de una masa; pero las convulsiones sistemáticas sólo estallan en climas enviciados por desajustes sociales e intereses económicos.
La autoridad política –facultad conferida por ley para actuar en un campo determinado– no puede imponer el respeto a las normas sólo porque emanan del poder, por puro autoritarismo, pues para ser legítimas y eficaces deben estar sustentadas por el prestigio y el carisma. En un sentido sociológico, la autoridad radica en la fuerza de persuasión y es imposible sin una superioridad basada en ser mejor, en saber más o en la capacidad para resolver situaciones conflictivas. No es cuestión de jerarquías burocráticas: en la guerra, más que la autoridad del general de retaguardia importa la del sargento que da ejemplo de valor y, en las epidemias, el médico de la aldea es la autoridad indiscutible. Cuando decimos que Fulano es una autoridad en física o en química, acatamos su palabra sin discutir. ¿Pueden tener esa autoridad los políticos que ejercen cargos con malas artes y sucias prácticas?
Un gobernante puede imponer la autoridad y la paz en la medida en que dé muestras de conocimiento y de habilidad para conducir la sociedad con equidad y eficacia. Sin la solvencia necesaria para legitimar su autoridad mediante el ejemplo personal, el prestigio y la persuasión, la única alternativa es la violencia, que siempre engendra más violencia.
Un gobernante puede ser muy decente como persona; pero es casi siempre amoral o inmoral como parte de un sistema. La violencia de las masas o de sectores sociales puede también ser justificada o irracional; pero la violencia del poder es siempre ilegítima, estúpida y denota incapacidad. Lo malo es que las masas no están autorizadas a ser violentas, y los gobernantes sí, porque administran la ley, que muchas veces está reñida con la justicia.
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