COLUMNA VERTEBRAL
Interpelando al Presidencialismo
Interpelando al Presidencialismo
Carlos D. Mesa Gisbert.- El Presidente fue concebido en la Constitución Bolivariana (1826) "como el sol..." alrededor del que giran todos los planetas (el resto del Poder Ejecutivo). El Libertador, sin embargo, no pretendía en ese texto que puso a consideración del Congreso boliviano, una monarquía disfrazada, sino un híbrido que, a pesar de no haberse aplicado nunca, valdría la pena tomar hoy en consideración vista la evolución del presidencialismo en Bolivia y en América Latina.
Bolívar proponía en realidad un primer mandatario como un jefe de Estado con cargo vitalicio y un vicepresidente elegido de una terna propuesta al Congreso por el presidente (en el modo, sin duda, Bolívar expresaba una inaceptable concentración de poder) para asumir la responsabilidad de la jefatura de gobierno, es decir la gestión del Ejecutivo. El modelo –es evidente– marcaba con claridad dos elementos; el presidente como símbolo de la unidad del Estado como poder moderador, como figura institucional incuestionable por su crédito y prestigio personal. El vicepresidente, en cambio, era el encargado de la gestión de gobierno, del día a día, de la responsabilidad de la administración directa, por eso su rotación y alternabilidad.
La Constitución que Bolivia aprobó en 1826 no se aplicó nunca, pues antes de su promulgación Sucre había ocupado el cargo presidencial y una vez jurada la Carta Magna no propuso, como correspondía, una terna vicepresidencial. La caída de Sucre en 1828 dio lugar a una sucesión legal accidentada (Pérez, Velasco, Blanco,Velasco) hasta el nombramiento de Santa Cruz. El Mariscal de Zepita propuso y promulgó una nueva Constitución (1831) que adoptó el presidencialismo tal como lo conocemos hoy.
Lo que los latinoamericanos desarrollamos en realidad fue un presidencialismo que sin los mecanismos de control y balance aplicados con éxito y sentido ciudadano en los Estados Unidos, asumió la tradición autoritaria del poder personal y concentrado que, con variantes pero común en lo esencial, habíamos heredado del mundo prehispánico y del mundo colonial.
Cuando en la década de los años ochenta del siglo pasado llegamos por fin al verdadero puerto de la democracia, la consistencia de nuestras constituciones se puso a prueba y el resultado fue disímil. Avanzó a bandazos. Vimos un genuino espíritu democrático de algunos jefes de Estado confrontado a las presiones de movimientos sociales y grupos de poder. Vimos la demanda de la sociedad de pasar de una democracia representativa a otra participativa. Vimos inestabilidad y debilidad de los viejos partidos, muchos de ellos destruidos por la gente o dinamitados desde dentro. Vimos democracias que decidieron transitar el camino de la institucionalidad republicana. Vimos presidentes que recuperaron la más rotunda tradición caudillista con la vieja premisa de que el "Estado soy yo".
Tenemos, además, democracias en las que los parlamentos tienen poco que ver con la sociedad. En algunos casos porque la propia estructura congresal ha sido superada por la intermediación tomada por organizaciones populares con cierto tono corporativista. En otros casos porque la dependencia de los parlamentarios del poder presidencial es entre penosa y vergonzosa. En los más, finalmente, porque el nivel de los representantes nacionales es menos que discreto.
Pasamos del extremo de un presidente que es un emperador disfrazado, al otro de un presidente zarandeado por el Congreso porque está en minoría y esta permanentemente bloqueado. La construcción de mayorías se hizo en Bolivia después de la traumática experiencia de la UDP (mutilada por un Congreso adverso), a través de los pactos que de algún modo construyeron una suerte de semiparlamentarismo, pero como era un mecanismo adaptado a la atomización política, termino convirtiendo la virtud en vicio y acabo como acabo, dando la espalda a los votantes y sus expectativas. Cuando Morales logró concentrar el voto a través de una convocatoria masiva, lo que hizo fue recuperar la tradición del poder total del presidente, la ilusión de una democracia de partido único que, en esencia, rompe el principio básico de la democracia basada en el pluralismo, la alternancia, y la necesidad de una fuerza de gobierno y una o más fuerzas de oposición que expresen las diferentes visiones de país que tienen los ciudadanos.
Si recuperásemos la idea de un jefe de estado y un jefe de gobierno, si estableciéramos la obligación de que los candidatos a gobernar fueran obligatoriamente la cabeza de las listas parlamentarias de sus partidos, si enderezáramos la revocatoria de mandato en la dirección de combinar la decisión popular con la estructura imprescindible de mayoría y minorías congresales, podríamos lograr mayores posibilidades de éxito no sólo en la construcción de un sistema político más armónico, sino con la garantía de un poder moderador, la saludable alternancia en el mando, la mejor calidad de nuestra Asamblea Legislativa y la recuperación de un rol más activo y visible de los jefes políticos en el escenario de la acción de gobierno y su fiscalización.
Queda por ver cómo se establece un rango de representación que permita al ciudadano comprender que su voto por un legislador es un compromiso de doble vía, del representante y el representado. Hay que pensar en un nexo entre las estructuras organizadas (juntas de vecinos, cooperativas, sindicatos y federaciones, por ej) y los asambleístas.
Se trata, en suma, de reformular la idea del presidencialismo secante que hoy tenemos. Tomar el ejemplo de Europa, tomar los elementos de control y balance de Estados Unidos, recoger nuestra propia tradición de administración del poder local, y reconstituir la lógica de una democracia que funcione de un modo más articulado capaz de expresar de verdad la idea de un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo .
|