Domingo, 6 de abril de 2014
 

COLUMNA VERTEBRAL

Nuevas pertenencias

Nuevas pertenencias

Carlos D. Mesa Gisbert.- Hay un exilio interior que está más allá de lo material, es la decisión no buscada de alejarte de aquel lugar del que eres, negar imperceptiblemente tu pertenencia o limitarla a tu entorno más próximo, a tus padres, a tus hermanos, a lo puramente sensorial, a los olores y los sabores, a la luz, a aquello que sólo será una evocación. Es simplemente el desapego, lejos ya del patriotismo, de una pertenencia construida a partir de símbolos, de un compromiso consciente desde la obligación de hacer algo por el lugar donde naciste.
Contrasta con la idea de patria, de nación, de ser parte de una comunidad que te obliga, que te hace miembro solidario y obligado, que te exige, que marca un imperativo moral. Tú te debes a tu país, no puedes pasar por alto tu responsabilidad. "Cuando la patria te llama" debes estar. Debes, si es necesario, dar la vida por ella, que es la conclusión evidente de ese razonamiento.
¿Es ese hoy un sentimiento, una conciencia mayoritaria en una generación que ha nacido en un mundo en el que todo está conectado? Se trata en realidad de algo menos perceptible, un horizonte abierto, un espacio sin fronteras en el que el lenguaje no es ya la lengua materna, en el que los iconos sustituyen a las palabras y en el que la idea de pertenencia cambia.
Los hombres y mujeres del siglo XXI entienden mejor el concepto de una ciudadanía universal, en la que lo esencial no se pierde nunca, pero lo esencial se parece cada vez más a lo humano en un sentido amplio. Irónicamente, el tránsito entre una punta y la otra es extremo. El cosmopolitismo de las imágenes, los sonidos, los mensajes, las corrientes de moda, los valores, los arquetipos, los patrones de comportamiento, se conecta de un modo incomprensible con la tribu, no la de los ancestros, no aquella que está anclada en la memoria profunda, sino por el contrario con la tribu urbana, la de un compartimento restringido. Los códigos del whatsupp que valen en Ámsterdam y en Mumbai, contrastan con los tatuajes en el cuerpo de una pandilla que se maneja con su propia coba y que escoge sus propios ritos de iniciación, que no tienen que ver con la geografía grande del país, sino con cada uno mezclado y único a la vez.
Los viejos nacionalismos, las antiguas ideas sobre el Estado comienzan a disolverse en estas aguas turbulentas y multicolores. La discusión sobre nuestra o nuestras identidades suena a viejos ecos de padres y abuelos atados a una mirada que en este siglo suena ajena, como si hubiese un empeño en seguir en un pantano del que los jóvenes han salido ya.
Si la pregunta es ¿quién soy?, pregunta que nunca dejará de tener sentido, lo que ha cambiado es el eje referencial de quién se interroga ¿Con relación a qué? Ese es el punto crucial de la cuestión. Es en el fondo una forma de preguntar ¿a quién me debo? Y no está muy claro si hoy la persona se quiere hipotecar. La razón no sólo tiene que ver con una nueva visión que está cuestionando a gritos la vieja idea de nación, sino sobre todo está referida a una evidencia. Este mundo, no esta región, o este país, este mundo que vivo es demasiado vertiginoso y demasiado implacable. Domina una sensación de lo efímero, de que nada es permanente. No hay pues valores inamovibles, ni símbolos que no cambien, ni compromisos definitivos, ni destinos inequívocos. El lugar de uno puede ser cualquier lugar, no es ya el sitio donde están enterrados mis muertos, no es tampoco el imán de aquel espacio en el que nací y en el que quiero morir. La ruta que se mira hoy es mucho más amplia, trasciende largamente un pueblo, una ciudad, un país. Los límites se han ampliado casi sin restricción. Las obligaciones morales han disminuido significativamente.
En un escenario complejo, competitivo, difícil y restrictivo para desarrollar expectativas, poco queda para atarse emocionalmente, mucho se debe trabajar para garantizar el futuro. Es que, como decía alguien irónicamente "el futuro ya no es lo que era". Por primera vez en la historia los niños que nacen hoy, no saben si el mundo que prometió Dios a través de las sagradas escrituras, existirá mañana. Si en los años sesenta del siglo pasado el holocausto nuclear parecía la pesadilla posible, hoy es la suma de todos los excesos cometidos por la especie humana a partir de la premisa de que este planeta había sido creado para nosotros, la que genera una sombra de duda sobre la finitud posible, quizás tangible en un par de generaciones. El inveterado optimismo del progreso acuñado en los siglos XVIII y XIX está enfrentando desafíos que no sólo tienen que ver con lo que podemos hacer, sino con aquello que está más allá de nuestra capacidad y nuestro ingenio.
La batalla por lo que vendrá no es solamente una batalla circunscrita a los márgenes de una patria, de una conciencia nacional, sino una extraña combinación entre los fenómenos universales de los que somos parte, beneficiarios o víctimas potenciales, y una creciente percepción de que en última instancia estamos solos ante desafíos que únicamente podremos resolver individualmente.
Es el tiempo de la sobrevivencia en el que pareciera que nadie vela por ti. Esta sensación no tiene mucho que ver con elementos objetivos, con la realidad de los esfuerzos que se hacen desde la sociedad organizada por responder a los requerimientos de las mayorías, es un escozor personal, íntimo e indescifrable desde la racionalidad, es como una semilla que acompaña a los hijos de este siglo que, con cierta desazón, se aferran al tiempo de lo efímero, al tiempo implacable de la banalidad, al tiempo desesperado de aquello que no pervive más de un cuarto de hora.
Si fue un descubrimiento crucial de la filosofía el concepto de que nada permanece porque todo cambia siempre, este es hoy una sensación que duele todos los días en carne propia.