EDITORIAL
Adjudicaciones directas, arbitrariedad y corrupción
Adjudicaciones directas, arbitrariedad y corrupción
No será fácil despejar las dudas que pesan sobre los administradores del patrimonio colectivo, las que también recaen sobre quienes hacen negocios con el Estado
Una serie de noticias que durante las últimas semanas ha llamado la atención de la opinión pública nacional ha vuelto a dar actualidad a un tema que ya es recurrente desde hace casi cinco años. Nos referimos a la frecuencia con que salen a la luz pública denuncias de malos manejos relacionados directa o indirectamente con la manera poco transparente con que las más diversas reparticiones y empresas estatales adquieren bienes y servicios, lo que es en gran medida atribuible a la puesta en vigencia, en julio de 2009, del Decreto Supremo 181 que se ha convertido en una especie de carta blanca para eludir toda forma de control.
Entre los muchos casos que recientemente han dado lugar a desconfianza, el que más se ha destacado es sin duda el de la contratación que hizo la empresa Boliviana de Aviación (BoA) de unos servicios de intermediación para la provisión de refrigerios para sus vuelos comerciales.
Sobre la dimensión ética del asunto, es ya muy poco lo que se puede agregar después de que el Vicepresidente del Estado Plurinacional diera su veredicto categórico al solicitar, amparándose en razones éticas –no legales ni económicas–, la inmediata rescisión del contrato con una empresa de la que una de las socias es su cuñada. Solicitud que fue inmediatamente aceptada, aunque al parecer no ejecutada, por el gerente de la empresa.
Desde el punto de vista económico y administrativo, en cambio, es muy poco lo que se puede decir pues no está disponible ninguno de los elementos de juicio que harían falta para formar una opinión. Y ese es precisamente uno de los rasgos principales del problema, pues no hay razón para que la información relativa a los términos contractuales sea mantenida con tanto celo en el máximo secreto y el hecho de que se la oculte tan sistemáticamente no hace más que abonar la desconfianza.
A las complejidades anteriores se suma la dimensión estrictamente legal. Si hay algo que en medio de todo el entuerto queda claro es que los abogados que prestan sus servicios al Gobierno han dedicado buena parte de sus esfuerzos, durante los últimos años, a desmontar el andamiaje legal que había sido construido en décadas pasadas para evitar que este tipo de situaciones se presente, o por lo menos no con tanta frecuencia.
En efecto, los decretos supremos 181, de julio de 2009, y 1497, de febrero de 2013, tienen todo el aspecto de normas especialmente concebidas para eliminar cualquier límite a la arbitrariedad. Ambos decretos, sobre todo si se los interpreta con malicia y sin reparos éticos, ofrecen abundantes fórmulas para burlar las reglas básicas de control y poner en manos de quienes administran los recursos públicos poderes prácticamente ilimitados.
En esas circunstancias, y dados los antecedentes acumulados durante los últimos cinco años, desde que el DS 181 dejara abiertas las puertas a la arbitrariedad, todo parece indicar que las vías legales y administrativas no serán suficientes para despejar las muchas dudas que pesan sobre la administración del patrimonio colectivo, dudas que, como se puede constatar, recaen no sólo sobre quienes adquieren bienes y servicios por la vía de la contratación directa sino también sobre quienes se benefician con ellos.
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