Domingo, 20 de abril de 2014
 

RAÍCES Y ANTENAS

El Tren de la Muerte

El Tren de la Muerte

Gonzalo Chavez A..- Comenzaba a escribir un sesudo artículo sobre economía cuando, a quemarropa, me enteré de la transición de Gabriel García Márquez, me dolió en el recuerdo, me transportó de un solo golpe y sin anestesia a mi primera juventud, aquella época en que militaba a rajatabla en los veinte años y estaba dispuesto a transformar el mundo solo, en el mes de junio. Ahora también quiero hacerlo, pero sé que necesito de ayuda todo el año.
¿Pero qué puede decir un economista sobre literatura latinoamericana? Nada, por supuesto, y ciertamente habrán miles de homenajes y análisis excelentes sobre la vida y obra de Gabo. Por lo tanto, sólo queda dar mi testimonio de como Cien Años de Soledad me abrió el tercer ojo del realismo mágico. El libro me fue presentado por mi profesor de física en el colegio San Calixto, Rene Bascopé, un ingeniero electrónico de izquierda preso en la sobrevivencia de los años setenta, que además de difíciles eran de resistencia a la dictadura militar. Leer García Márquez era deliciosamente subversivo, una ducha de realidad fantástica, en especial después de pasar largas horas sumergido en los laberintos conceptuales de El Capital de Carlos Marx. A final de los años setenta, hacía parte de un grupo de formación ideológica que tuvimos la suerte de ser salvados por la literatura de un visión estalinista de la realidad. Descubrimos la magia de la revolución del espíritu de la mano de Gabo.
Leyendo Cien Años de Soledad constaté que estaba ciego y sordo aunque no mudo. Veía mi entorno adormecido por la rutina del orden, la geografía de la simetría y la pesadumbre de la física tradicional. Además, como dice mi amigo y compañero de guardería, El Pappiri, en una de sus canciones, éramos sordos del alma. El libro de García Márquez me proporcionó múltiples passwords y códigos para el infinito cosmos del realismo mágico que, para mi sorpresa, estaba a mi lado, me gritaba su loca realidad de amor y colores desde todas las esquinas de la vida. Cien Años de Soledad me proporcionó pulcros cotones para sacar de mis oídos la cera de la indiferencia. Comencé a escuchar las otras voces que estaban detrás de los espejos y las certidumbres. Oí por primera vez, la voz de la esperanza pero también del miedo. La literatura de García Márquez fue un gran alucinógeno y probablemente me libró de las drogas. Me enseñó a delirar sólo fumando bocanadas de imaginación y construyendo amistades con sus personajes.
Mi primer viaje al realismo mágico fue en el tren de la muerte. En los años ochenta estudiaba en Río de Janeiro y volvía en el verano a tomar sol en las alturas de La Paz, venía a adquirir un bronceado api, especialmente en las caucas. Pues bien, el viaje duraba cuatro días y tres noches con suerte y buen viento. El mejor tramo era entre Puerto Quijarro y Santa Cruz porque era como viajar por varias sucursales y embajadas de Macondo. En el trayecto, Cien Años de Soledad se convertía en una road movie. Hice este viaje una decena de veces, y era un delicioso ensayo de la muerte. El tren no tenía ni hora para partir menos hora de llegar. Salía cuando se podía y arribaba cargado de contrabando y repleto de historias increíbles. El tren de la muerte pasaba por el medio de la realidad que García Márquez describía. Los mosquitos tenían huesos y atacaban en grupos organizados el tren; se decía que habían sido entrenados por el Che. No había repelente que ayudase, la única forma de sobrevivir a sus certeros aguijones era vistiéndose, de cuerpo entero, con cuero argentino. Mi esposa, la primera vez que tomó el tren de la muerte, se disfrazó de Gatubela y se puso un casco de Tarabuco; sólo le picaron en las manos pero bajó cinco kilos en 30 horas por el calor; tuvimos que encerrarla en un refrigerador Lux para que recuperase su forma. Los contrabandistas, que traían hasta hielo de Brasil, se agarraban a tiros y carajazos con los mosquitos. Nunca los vi ganar pero debo atestiguar su valentía pendenciera, especialmente, cuando se transformaban en jacarés.
Grupos evangelistas predicaban a mansalva en pleno tren vestidos de Ninjas, en todo pueblo en que paraba el tren, surgían de los techos, pero casi siempre, al finalizar el viaje, se convertían a la religión del comercio.
Después de 40 horas viajando en un vagón y a 40 grados de temperatura, a los estudiantes nos salían colas como a los hijos de Ursula y la única forma de combatir la autocombustión y la colitis era colocando el cuerpo a 60 grados con aguardiente de caña, la famosa cachaça, bebíamos litros, y sólo así, con el choque térmico, nos daba una sensación de alivio. Fue en el tren de la muerte que vi planicies enteras de las famosas mariposas amarillas de Cien Años de Soledad; éstas, en millones, levantaban el tren por kilómetros para brindar cierto frescor al infierno de Dante móvil. Durante muchos años, tomé, de ida y vuelta, el tren de la muerte, sobreviví y lo disfruté porque García Márquez me abrió el tercer ojo del realismo mágico. Ahora él toma el tren de la vida eterna y lo mínimo que puedo hacer por quien liberó el espíritu de mi imaginación es desearle: un buen viaje Maestro.