SURAZO
Gabo, el resplandeciente
Gabo, el resplandeciente
Juan José Toro Montoya.- ¿Alguna vez estuvo en el sepelio de un ser querido en el que los discursos póstumos se suman uno detrás de otro y a usted le corroen las ganas de decir el suyo? A mí me ocurrió más de una vez y no siempre me saqué la espina. Generalmente, los homenajes se declaraban cerrados antes de que me animara a tomar la palabra y el ataúd se movía para acomodarlo en su fosa o nicho. Algo muy parecido me ocurrió con Gabriel García Márquez. El señor de Macondo murió hace una semana y, durante todo este tiempo, toneladas de tinta se vertieron en los periódicos para homenajearlo. Escritores, políticos, intelectuales y personas públicas de diferentes clases y países dejaron sus panegíricos en un testimonio de admiración y respeto a un ser humano cuya grandeza sólo es superada por Miguel de Cervantes, en nuestro idioma.
¿Qué más podría escribir alguien como yo con una opinión que poco o nada importa para el resto de la gente? La respuesta a esa pregunta me llevó a la conclusión de que lo mejor era no escribir, pero las ganitas de levantar la mano me torturaron en estos días tanto como la dolorosa certeza de que ya no volveremos a leer más maravillas del Gabo.
La otra razón para dudar era el convencimiento de que nada de lo que pudiera escribir estaría a la altura del genio fallecido. ¿Cómo escribir un laudatorio para alguien que, precisamente, tenía el oficio de escribir y lo hacía genialmente? Lo más fácil es recordar la influencia que el difunto tuvo en la vida de uno. Así, no tendría más que decir que García Márquez marcó mi vida, como la de miles, quizás millones, de mi generación; que hubo un tiempo en que mi mundo giraba en torno a Macondo, los Buendía o Florentino Ariza.
El Gabo supo hacerme soñar en el bochorno soporífero de las siestas vespertinas y me arrancó lágrimas verdaderas con los amores contrariados del escribidor de cartas. ¿Para qué justificarme alegando que primero era un niño y después un angustiado adolescente? El Gabo me tocó… llegó hasta lo más profundo de mi ser y punto. Decir que influyó en mi estilo de escritura o que, al hacerlo, se convirtió en mi maestro, sería vanidad, quizás hasta soberbia, porque nunca pude cruzar palabra con él. Cuando supe que se encontraba en un país próximo a Bolivia quise viajar a conocerlo, pero no tenía el dinero para ello. Ya después, cuando por fin pude ganar lo suficiente para viajar al extranjero, García Márquez limitó sus apariciones públicas.
Me resigné, como si aquella imposibilidad hubiera sido una muerte anunciada, pero siempre lo tuve presente, como la luz que necesitamos para leer cualquier escrito. Curiosamente, cuando supe de su fallecimiento, la noticia no me impactó como muchas veces creí que lo haría. Mi primera reacción fue de serenidad y luego vinieron las decisiones lógicas para una persona dedicada al mejor oficio del mundo: la edición especial, los homenajes…
¿Por qué no me devasta la muerte de alguien tan importante en mi vida? Quizás porque él fue siempre una luz y, ahora que se ha ido, queda su luminiscencia como un faro eterno para quienes vivimos en torno a las letras.
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