Sábado, 26 de abril de 2014
 

OJO DE VIDRIO

Cura para el mal de amores

Cura para el mal de amores

Ramón Rocha Monroy.- Una niña hermosa y sensual me preguntó hace años si conocía algún remedio para el mal de amores. Me lo preguntó muy modosita, y entonces le contesté: Ay, hija, ésa es una enfermedad tan antigua como la raza humana. Hazte poner una penicilina. Me preguntó entonces cuál penicilina y le dije: cualquiera te sirve, lo importante es quién te la pincha.
Lo recuerdo, ahora que pincho más inyecciones propias que otros pinchos, porque me encontré con una receta para el mal de amores: melocotones con vino, un postre que se llama Melocotón Melba o, en otras palabras, ¡duraznos de San Benito con vino tarijeño!
Maravillosa cultura la del vino, que felizmente retoñó en Tarija, donde se están produciendo grandes vinos de altura, con cepas como el Syrah, el Merlot y el Cabernet Sauvignon, que nos han permitido subir en la consideración trivarietal de enólogos, vitivinícolas y militantes de la buena vida. Aprecio asimismo el Carménère, una cepa que se extinguió en Europa en 1860 por la plaga de filoxera, pero retoñó en Italia en 1990 y en Chile en 1994 con resultados estupendos.
Me pasma el amor de los viticultores europeos por las cepas de su región. Leo, por ejemplo, que el Châteauneuf-du-Pape, vino preferido por Juan XXIII, el Papa de Aviñón, corresponde a una comarca que en 2007 tenía apenas 2.100 habitantes. Sin embargo, cultivan cepas variadas y desconocidas para nosotros como la grenache, la principal, y uvas negras como: cinsault, counoise, mourvèdre, muscardin, syrah, terret noiry vaccarèse; así como uvas blancas como la grenache blanc, bourboulenc, clairette, picardin, roussanne ypicpoul.
Inglaterra, en cambio, erradicó sus viñedos en el siglo XVII y sembró la isla de pasturas para su extensa ganadería. Por eso los ingleses tienen buenos quesos como el Cheshire, el Cheddar y el Stilton, pero a la hora de degustar vinos los prefieren importados, como el Oporto o el Burdeos. O esas cervezas fuertes y enérgicas, casi desprovistas de espuma, que ingleses, escoceses, galeses e irlandeses suelen beber en cantidades navegables.
El año pasado, mi buen amigo Miguel Sánchez Ostiz, que ya iba por la sexta temporada en una Bolivia aromada por la pólvora de los cachorros de dinamita y el gas lacrimógeno, me trajo una botella de whisky Single Malt de una marca para mí desconocida: Laphroaig, de casi 50 grados, producido en la Isla de Islay, Escocia. Un whisky ahumado, no lo podía creer, que no permitía diluirlo en agua o en hielo, (peor en Coca Cola, como lo hacen algunos borrachos impenitentes).
A lo que me voy es a que toda buena cocina, como toda industria vitivinícola o cervecera, es producto de una cultura local, regional. Nada más admirable que el orgullo local en Europa, donde se busca la denominación de origen para cada producto, sean los quesos franceses (el Roquefort, el Brie, el Camembert) o las pastas italianas o los manjares españoles. Pero ojo que no hay cocina francesa, sino de cada localidad, ni cocina italiana, sino de cada rincón de la bota italiana, ni manjares españoles, sino cerdos de Extremadura, cochinillos a la Segoviana o gazpacho andaluz o paella valenciana.
Cada invención culinaria es un rasgo de genialidad de algún gourmet que tiene por orgullo pertenecer a una región antes que a un país o a un continente. Así la Copa Melba, por ejemplo, fue inventada por el gran Auguste Escoffier, estrella del Hotel Savoy, de Londres, pero cocinero alsaciano hasta la médula. Como que el Káiser Guillermo II le preguntó qué debía darle por ser cocinero de Palacio y Escoffier le dijo: “Alsacia y Lorena, mi querido Kaiser”. Pero digo que la Copa Melba, como su antecesor, el Melocotón Melba, son postres inventados en homenaje a Nellie Melba, una soprano australiana cuyo nombre originario era menos romántico: Helen Porter. ¡Para curarle el mal de amores!