DÁRSENA DE PAPEL
La esposa de Dios
La esposa de Dios
Oscar Díaz Arnau.- Algunos de ustedes habrán leído la historia que aquí reproduzco, todavía conmovido por las palabras de este chico sin zapatos. Hay “sin techo”, “sin tierra”, “sin agua”, “sin trabajo”, “sin papeles”, “sin nombre”, “sin ley”, los “sin voz”… También “sin zapatos”. Un niño estaba parado, descalzo, frente a una tienda de zapatos temblando de frío; veía lo que había allí dentro y se veía a sí mismo en el reflejo.
Una mujer se acercó y le dijo: “¿Qué estás mirando con tanto interés en esa vidriera?”. Él respondió: “Le estoy pidiendo a Dios que me dé un par de zapatos”.
La señora lo tomó de la mano, lo llevó adentro de la tienda y pidió media docena de pares de medias y un par de zapatos. También preguntó si podrían prestarle una tina con agua y una toalla. Llevó al niño a la parte trasera de la tienda y con cariño empezó a lavar sus pies y se los secó. Luego, le colocó las medias y los zapatos.
Acariciando su cabeza le dijo: “¡No hay duda de que te sientes más cómodo ahora!”. Mientras ella se marchaba, el niño, feliz, la alcanzó, la tomó de la mano y, mirándola con lágrimas en los ojos, le preguntó: “¿Es usted la esposa de Dios?”. La señora le respondió: “No, solamente soy una mujer agradecida con lo que Él me ha dado”.
El mundo busca a Dios —o a quien pudiera sustituirlo de acuerdo con la creencia de cada uno— rogándole que lo saque de la injusticia, de la desgracia, de la pobreza, de la tristeza, de la soledad… Muchos no lo notamos porque, favorecidos con la justicia, la dicha, la fortuna, la alegría y el afecto, ni siquiera nos acordamos de Él; creemos que no nos hace falta y por eso nos guardamos la búsqueda de Dios para cuando la pena llegue.
La ingratitud —como la injusticia, la infelicidad y todas las “in”— es parte de este mundo; también la suficiencia, la convicción de que no necesitamos de nada ni de nadie porque, sencillamente, nos creemos más de la cuenta. Hemos estudiado y tenemos títulos, si no, trabajamos hace años en lo mismo y tenemos experiencia, “calle”. ¿El papel?, “eso se compra en cualquier universidad”, decimos, “nosotros valemos porque mamamos la vida desde cuando nuestros padres no tenían ni para comprar zapatos”.
Es fácil descargar culpas en la mediocridad del vecino y en su accionar atentatorio contra el fin último, ahora constitucional, de vivir bien. Muchos, orgullosamente tal vez crean que tienen título o calle y que con eso basta y sobra para estar donde están; allá ellos. Siempre será bueno volver a la zapatería, aunque no deseemos ningún zapato, para ver qué imagen de nosotros nos devuelve la vidriera.
En comunidad, el aporte individual cuenta. La crítica vale pero mejor si llega acompañada de consejo para ayudar al criticado a superarse; en eso consiste la solidaridad. ¿Cuántos pares de medias y zapatos podríamos comprar si todos nos propusiésemos atender la necesidad del otro? La solidaridad con los benianos es un ejemplo de esto, in extremis, la noticia de que un perro intentó reanimar a su compañero muerto en México. Los animales, dándonos ejemplo de humanidad...
En la humildad que muchas veces perdemos, en el descuido del alimento espiritual y, políticamente hablando, en la apatía por la integridad de las personas, quizás, encontremos respuestas a la encogida moral de la sociedad.
No importa si el relato del niño sin zapatos es una parábola o un hecho real. Lo trascendental no está en el país o la ciudad donde se encuentra la tienda cuyos vidrios, este chico ilusionado, humedeció con su nariz.
Lo verdaderamente importante es la esperanza en que Dios tenga esposa. Muchas esposas.
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