Miércoles, 14 de mayo de 2014
 

RESOLANA

La vida en las calles

La vida en las calles

Carmen Beatriz Ruiz

A medida que crecen la variedad y el número de los denominados espacios públicos, en los principales centros urbanos del país también crece la necesidad de educarnos para la ocupación de esos espacios.
Como en la mayoría de los países de Sudamérica, en Bolivia gran parte de la vida diaria de la población transcurre en las aceras y calzadas de las calles, mercados, parques y plazas. En realidad, puede decirse que a veces hay muy poca diferencia entre esos tres espacios que son, al mismo tiempo, públicos, cotidianos, de circulación, de diversión, relacionamiento social y también de trabajo y negocios.
Por otra parte, con el tiempo, la ampliación del comercio y las modas, el número y la diversidad de la oferta de los lugares públicos tradicionales se están ampliando a cines, buses, aeropuertos, estadios, coliseos y, más recientemente, cafeterías, espacios para eventos sociales y los más recientes y multitudinarios centros comerciales. Con ellos se incrementan también las opciones para espacios de enamoramiento, diversión o sencillamente para la conversación y, como se decía antes, el cotilleo.
Todas son actividades sociales que las personas necesitamos y ejercemos de forma individual, en pequeños grupos o en muchedumbre. Por lo mismo, requieren de un comportamiento libre pero respetuoso hacia las otras personas y, por supuesto, con la limpieza y el cuidado de los propios lugares; en fin, una actitud de ciudadanía, siempre en su doble dimensión de derechos y deberes.
Lamentablemente, nuestra vida en las calles no suele ser respetuosa. Al contrario, abundan los bocinazos destemplados (esa agresión auditiva que parece ser una extensión de la virilidad automovilística), la basura que manos desconsideradas tiran en cualquier parte y en cualquier momento, los empujones para pasar por delante o por encima a como dé lugar y, cómo no, los negocios en plena vía que ya dejaron de ser ambulantes para instalarse de forma definitiva aunque siempre precaria.
Si bien es cierto que, como su nombre lo indica, los espacios públicos nos pertenecen, son de todos, son bienes de la gente y para la gente y su uso es un derecho colectivo, en general nos movemos por ellos con cachaza y desconsideración. ¿Cuántas veces no le pasó a usted que, estando apurada, tiene que sortear o tropezar con quienes vitrinean frente a la mercadería extendida en el piso o negocian el precio de algún servicio o simplemente están sosteniendo una amena reunión familiar en medio de la acera?
Los negocios en las calles merecen un capítulo especial porque suponen una combinación de necesidades, sobrevivencia, viveza criolla, institucionalidad solapada (por ejemplo, la de los pagos informales a las alcaldías y la de las cuotas a las mil y una asociaciones gremiales) y comportamiento de mala educación (o de falta de) que compartimos quienes vendemos y quienes compramos. Ambos somos responsables de que las aceras se vuelvan supermercados, de que los transeúntes tengan que circular sorteando y embistiendo autos, y de que muchos mercados de las ciudades estén vacíos la mayor parte de la semana porque las vendedoras y las y los compradores prefieren las ferias. Las primeras porque siguen vendiendo más en ellas y están seguras de que la clientela no se molestará en buscarlas en sus instalaciones y las segundas porque creen, ingenuamente, que en la calle compran más barato.
Los espacios públicos son de todos, pero ese derecho, como cualquier otro, exige también obligaciones.