Domingo, 18 de mayo de 2014
 
El hombre ilustrado

El hombre ilustrado

Gonzalo Lema

A diferencia del hombre tatuado sin clemencia de pies a cabeza, que a veces luce como una iguana prehistórica y a veces representa el probable futuro después de las bombas, el hombre ilustrado aspira desde siempre a constituirse en la tabla de salvación, en la última voluta de oxígeno y en dar la cara, además, por esta sufrida humanidad. El humilde libro es su aliado.
Los bolivianos hemos celebrado una serie de eventos conmemorando al libro y todos ellos se han caracterizado por la pobre asistencia en platea. Sin embargo, ni siquiera esa marcada indiferencia de nuestra clase media es capaz de debilitar o amenguar su esencial importancia. El libro es nuestro fiel compañero, aún más que el perro, y camina con nosotros, en forma de rollo de papiro o tableta, desde antes de Cristo. Es más: todo lo que de Él sabemos lo hemos leído en su propio libro. Su significación es tan grande que nadie pecaría de hereje si divide la historia de la humanidad en dos partes: antes del libro y después del libro. Esta división, a diferencia de la religiosa, tiene la gran ventaja de ser transversal. Es decir: universal. Ni el cristianismo, y menos el marxismo, ostentan ese logro.
También en estas semanas se ha discutido el probable valor de la ley del libro. Yo la he leído más de una vez con el ánimo cierto de encontrar la real posibilidad que Bolivia, nuestro país, se declare sin chijchicas un país libre de analfabetismo y libre de impuestos al libro. El mundo quedaría más que boquiabierto. Pero lo primero sigue en marcha, al parecer, o inconcluso y sin convicción. Pese al imperativo de la Constitución, que declara toda la educación como la más alta función del Estado, el tema de la alfabetización suena a desengaño o frustración. Ningún letrado cree que esa labor ha sido terminada. Y respecto a los impuestos, tengo la noticia, de buena fuente, que su importancia contable, en las arcas del Estado, bien podría ser vista como un simple error de cálculo. Es decir: los impuestos al libro no suman más que dolores de cabeza. Si esto es así, ¿por qué no nos declaramos un país libre de impuestos al libro? Quizás, de esa manera, tendríamos más autores, más editores, más libreros y menos piratas o hasta quizás ninguno. Pero en todo caso, esto es fácil de imaginar, sería un inútil dolor de cabeza menos para los gobernantes.
La ley del libro “Oscar Alfaro” no divide nuestra historia en dos. En realidad, bien parece que su aparición no vaticina un cambio, una novedad, que nos permita soñar con una renovada aproximación de la sociedad al libro y viceversa. Todos sus objetivos, descritos en su artículo 2, son más que obvios y los he escuchado desde que don Werner Guttentag se volvió mi amigo. Pasa lo mismo con sus principios. Ni hablar de sus innecesarias definiciones. Y da ganas de llorar cuando se lee sus planes de fomento. Y de jalarse los pelos cuando su artículo 9 indica todo lo que un libro debe contener: título de la obra, nombre o seudónimo del autor, identificación del artista plástico, nombre del editor y su dirección… Qué tal de brillantes. Y ni hablar de la creación del Comité del libro y la lectura, tan parecido a una instancia policiaca.
Hace ya muchos años que terminé mi primera lectura de un libro sin igual de Ray Bradbury. Es una colección de cuentos que enternece incluso al lector menos ejercitado. El libro se llama: “El hombre ilustrado”, pero no se refiere al hombre del siglo de las luces, propio de enciclopedistas, sino al hombre que contiene en sí mismo muchísimas historias, a cuál más vital. Lejos del tatuaje torturante, capaz de mancillar el cuerpo para siempre, este otro tiene el cuerpo grabado de ilustraciones que cobran vida a la luz de la luna y relatan una historia, de principio a fin, a quien la observa. Cada una de estas historias es una aproximación al futuro, porque Bradbury es un escritor de ciencia ficción. En ellas se aprende que la vida, esta existencia que llevamos a cuestas, es mucho más grata y bella cuando adelgazamos la piel gracias al arte y la cultura. Es más intensa, más apasionada. Además, y ante todo, es más personal. Eso, fundamentalmente: la vida del ser humano ilustrado es más personal. No es poca noticia, ¿verdad? Frente a ésta está la otra: la vida masificada, capturada por el cliché de moda, por la propaganda y por el discurso: miembros de un rebaño o de una masa. Con chicle.
Entre los cuentos de Bradbury, pero quizás en otro tomo, se narra la quema de los libros en el mundo entero y al lector se le eriza pronto la piel y se le pone de punta los cabellos. Ya no es posible imaginar un mundo sin libros y sin escritura. ¿Qué sería de nosotros? El retorno a la oralidad, la memoria como único refugio de la experiencia humana, la incomunicación, el atroz aislamiento… El libro, en cambio, es el depositario de la memoria de todos, de todos los siglos desde que se escribe e imprime, y es nuestro vínculo entre culturas, entre personas de este tiempo o de otro, es nuestro testimonio, es el lugar de nuestros sueños y fantasías, de nuestras pesadillas e ilusiones, de nuestras apuestas… La humanidad musulmana se mata por defender un libro. Por aquí mismo, en un viaje atravesando Pando, un gran amigo cargó con otro libro sagrado, tapa dura, forrado con bolsa de nylon, y se manifestó dispuesto a ser absorbido por la anaconda antes de soltarlo a las aguas. Y en otros ejemplos célebres está mi amigo Igor que despertaba y besaba su libro de Neruda antes que a su esposa, y Mario Benedetti que, en el exilio, pensaba en su biblioteca abandonada en Montevideo mientras sus compañeros de desgracia pensaban en sus familias. Están todos esos fanáticos, como también están los que entienden que se necesita del libro como el pan de cada día, y que afirman que los libros son la mejor garrocha para brincar hacia otro cielo, para superarse y ambicionar convertirse en un ser humano pleno antes que simplemente feliz. Salgamos todos a comprar un libro, y luego otro, y edifiquemos una biblioteca casera para desarrollar la vida. Nadie va a arrepentirse. Cuestan menos que una botella de ron.