Domingo, 25 de mayo de 2014
 

COLUMNA VERTEBRAL

El camino de nuestro aprendizaje democrático

El camino de nuestro aprendizaje democrático

Carlos D. Mesa Gisbert.- Aprender en democracia es lo que ha hecho América Latina en los últimos treinta años. Un aprendizaje en el que se ha puesto en evidencia la brecha entre el ser y el deber ser a partir de algunas preguntas sobre lo que en la región entendemos por democracia. Preguntas que comenzaron a hacerse en el cambio de siglo con la crisis del sistema de partidos. Los procesos iniciados al final de los ochenta del siglo pasado, que abrieron las compuertas de la libertad a una región agobiada por las dictaduras, comenzaron a desgastarse por una lectura equivocada de la realidad. La primera de las demandas populares fue la consolidación del voto. Logrado este paso, sin embargo, los partidos, los naturales mecanismos de intermediación, representación y convocatoria popular, se fueron convirtiendo en maquinarias electorales eficientes pero cada vez más desconectadas de la sociedad.
El apoltronamiento fue una consecuencia peligrosa de este proceso. Se había “dado por garantizado” un sistema que establecía a un núcleo de partidos dentro del espectro de elegibilidad y a otro fuera de las posibilidades de acceder al Gobierno. El control del poder se redujo a unas élites que, en el mejor de los casos, se alternaban en su ejercicio. La corrupción, por añadidura, fue desgastando la imagen no ya de los partidos, sino de todo el sistema democrático.
Otro factor clave para comprender los desafíos no resueltos de la política y la democracia, es el crecimiento exponencial de una población joven con otros paradigmas, otras utopías, una visión menos nacionalista de la idea de patria, aspiraciones y valores nuevos y, sobre todo, un ritmo y una forma de comunicar diferentes. La política acuñada en el viejo esquema de la democracia representativa, no fue ni es todavía capaz de responder adecuadamente a los nuevos ciudadanos que a su vez enfrentan cada vez más dificultades para incorporarse como protagonistas activos de la sociedad (en el trabajo, en la economía, en la cultura, en la política, en suma).
América Latina vivió por estas y otras razones un momento de transformación que se expresó de diversas maneras, dos de ellas muy caracterizadas. El surgimiento de una nueva izquierda nostálgica del revolucionarismo de los sesenta y setenta, y un nuevo componente, el étnico-cultural con gran impacto en algunos de nuestros países. El otro aspecto crucial fue la ilusión de la democracia directa, del concepto de la participación transformado en la política de las calles, en la legitimidad incuestionable de movimientos sociales que, aglutinados de formas harto distintas al de las viejas y tradicionales organizaciones sindicales, tomaron tal impulso que en muchos casos se llevaron por delante gobiernos, sistema de partidos y también buena parte de la estabilidad política de varias naciones.
Todo esto generó un resultado que se apreció en la presión de cambio sobre el Estado, sobre su poder y sus perspectivas, a la vez que en la necesidad de comprender que los mecanismos tradicionales de representación debían ser fortalecidos y ampliados. Nuestras democracias atraviesan el desafío con una ventaja. Hay una conciencia de que las libertades, los derechos y los beneficios de la democracia son, con mucho, más deseables que experiencias dictatoriales y autoritarias, aunque algunos de nuestros países están amenazados por el autoritarismo y las visiones mesiánicas a cambio de la promesa del paraíso de la igualdad. La cruda realidad ha demostrado en varios casos que esa legitimidad fue usada desde el poder para construir autoritarismo, para restringir derechos, para generar un discurso único, para perseguir a los adversarios y para cerrar vasos comunicantes al pluralismo. La hegemonía y el control del poder total como metas, han sido respuestas perversas de logros y anhelos colectivos.
La ecuación pendiente se cerrará –eso sí– cuando gobiernos y sociedad comprendan que de lo que hablamos es de un pacto, un acuerdo entre partes en el que ambas deben conjugar derechos y deberes. El deber de la sociedad es el compromiso del tributo que será devuelto por el Estado en los servicios que permitan funcionar adecuadamente a esta, y el cumplimiento de la ley aceptada por todos y que es el ancla de la vida civilizada. La comprensión de estas dos claves para la democracia es una tarea pendiente en América Latina.
El camino debe hacerse junto a una idea adecuada del desarrollo. Como nunca antes en nuestro pasado, el paradigma del desarrollo está en cuestión no sólo en la región, sino en el mundo entero. Para los sudamericanos, el tema es complejo porque nos encuentra en un momento de extraordinaria bonanza económica merced a los precios de nuestras materias primas; esto hace más difícil comprender que el rentismo basado en la extracción, el desarrollo industrial modesto y la falta de comprensión de la importancia de la investigación y la innovación como motores inexcusables de un nuevo modelo de crecimiento, pueden hacernos perder una coyuntura preciosa.