RAÍCES Y ANTENAS
Crónicas de comercio y vientos
Crónicas de comercio y vientos
Gonzalo Chavez A..- El pasado 20 de mayo, fue el aniversario de Villazón, la ciudad que acunó mi niñez y primera adolescencia, y me despertó, a una edad demasiado temprana, la vocación de economista. Y lo que es mejor aún, me permitió vivir en un laboratorio donde se experimentaba con la ciencia del comercio y del contrabando. Ahora me doy cuenta que era como vivir dentro del libro de Economía Internacional, más precisamente en el capítulo de cuenta corriente, del profesor Paul Krugman, donde las fórmulas y los gráficos eran un reality show del comercio exterior.
Villazón es la ciudad desde donde se distribuyen los vientos a nivel mundial, tiene a los mejores pilotos de Bolivia, y se preserva, a puño limpio, el acento de los sureños de Bolivia. Al estar La Quiaca a sólo cruce del río, hablar como porteño es una tentación diabólica que se irradia desde el otro lado del puente fronterizo. Pero los ciudadanos que conviven, más aún disfrutan de las sinfonías de los vientos, las alegres ventiscas y los céfiros cargados de voces oscuras, no claudican ante los cantos de sirenas gauchos; al contrario, hablan su propio idioma. Me atrevería a afirmar que el dejo villasonense posee un aire chapaco pero salpicado pícaramente con modismo collas, pero sobre todo pronuncia la doble ele con claridad y firmeza para distinguirse, sin duda alguna, de la forma en que maltratan los argentinos a la ele. Es una forma de nacionalismo gutural; la consigna en esta ciudad del sur es: mi patria es mi lengua y entonación; por lo menos así lo entendíamos los estudiantes de la Escuela Cornelio Saavedra, que todos los lunes cantábamos el himno nacional para que se escuche hasta Jujuy con nuestra voz limpia y acento propio. Ya la gente de otras regiones cercanas a la frontera va a hacer compras a La Quiaca por el día, come picadillo y vuelve con el “¡Che! Qué haces boludo” en la boca. Bueno, los de Villazón somos los guardianes del tonillo nativo, aunque debo reconocer que algunos, frente a un buen vino y mejor carne, flaqueamos y hablamos un lunfardo de gran calidad.
En el diamante que se pule sólo, así es el grito de guerra de Villazón, el oficio más requerido eran los pilotos, no para navegar aviones, sino para volar con toneladas de mercancías en los hombros sin despegar de la tierra. Comprada la harina, los kremalines y los jugos de durazno en los almacenes argentinos, estos maestros de la cambeta y la mimetización cruzaban la frontera por los lugares menos esperados. Al filo de la madrugada o al final de las tardes sin crepúsculos, los pilotos imprimían una velocidad suprema, tenían alas en los pies y conocían a la perfección los recovecos de los vientos. Surfeaban en las ráfagas con maestría criolla y pendenciera. Los gendarmes argentinos no entendían cómo no podían atraparlos a pesar de que cuidaban la frontera con sendos caballos. Los Eolos andinos tejían la frontera amparados en las ventiscas, especialmente en agosto.
Una vez que la “merca” estaba del otro lado, refugiada en almacenes cerca de la estación del tren, aparecían los magos del contrabando. En la noche, cargaban trenes enteros sin que nadie se diera cuenta. En la época, varios coches cama ingleses venían desde Buenos Aires rumbo a La Paz. Eran hermosas máquinas de fierro pero forradas por dentro con las más finas maderas y decoradas como palacios europeos. Pero el ensamblaje de estos dormitorios andantes dejaba un espacio entre la fría lámina de la plancha de hierro y la carcaza. Pues eran en estos caprichos y descuidos de la arquitectura donde decenas de prestidigitadores colocaban chompas, pantalones, blusas, jabones, pequeños utensilios y decenas de otras mercancías. La piel subcutánea del tren llevaba la moda y modernidad argentina hasta el Altiplano.
También la ciencia del contrabando, tenía sus intelectuales orgánicos. El periodista del tren, así se conocía al canillita del tren, era un hombre querido y respetado. Todos los días llevaba miles de ejemplares del recordado periódico Presencia y esparcía las noticias a lo largo de todo el trayecto del viaje. Y cuando llegaba a Villazón, frente al coche donde viajaba, se formaban largas filas para adquirir el ejemplar del día. Pero la oferta siempre era muy, pero muy superior a la demanda. El periodista se quedaba con torres gigantescas de periódicos, que debía devolver a La Paz. Nuevamente refugiados en la cómplice madrugada que apaciguaba hasta los vientos, militantes del comercio colocaban, entre las páginas del rotativo, los calzones de goma para bebés. En la época no se conocían los pañales desechables. Era un trabajo minucioso de hacer desaparecer, entre las noticias de golpes de Estado y victorias del Tigre, centenas de calzones. En cuanto unos colocaban las prendas, otros hacían de peso para prensar los periódicos. Al día siguiente, torres más gigantes del matutino volvían a La Paz con su carga preciosa. El periodista, además, se portaba dadivoso y regalaba ejemplares del periódico entre los aduaneros en los diferentes controles. Era la coartada perfecta cargada de sabiduría.
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