RESOLANA
Debatir sin derrotarnos
Debatir sin derrotarnos
Carmen Beatriz Ruiz.- Por estos días, las agendas públicas andan saturadas con la borrachera gubernamental por la reunión del G77 y con el desconcierto de la oposición armando sus perfiles y alianzas, mientras que sectores de la sociedad enarbolan demandas o amenazas. Probablemente, a medida que se acerque la fecha de las elecciones presidenciales, previstas para el próximo 12 de octubre, el clima se calentará más, pese al invierno.
Pero ya están apareciendo algunos indicios de la tónica que, al menos algunos miembros del partido gobernante, le quieren poner. Uno es la declaración del Vicepresidente del Estado Plurinacional cuando dijo, palabras más o menos, que el Presidente no tiene nada que debatir con los (potenciales) candidatos de la oposición. Como esta aseveración ya la escuchamos de otros labios en anteriores oportunidades y gobiernos, su insistencia amerita una reflexión puntual que comienza por el significado de la palabra.
Según varios diccionarios, debatir es el acto mediante el cual dos o más personas intercambian sus ideas. En algunos casos se puntualiza que este intercambio supone, necesariamente confrontación, es decir, ideas no solo diferentes sino contrapuestas, enfrentadas y, por tanto, se requiere que llegue a conclusiones y, posiblemente, a acuerdos. Las páginas web especializadas diferencian debatir de dialogar, precisamente por el componente de la confrontación de ideas que es inherente en el primer caso y puede no serlo en el segundo.
Interesa especialmente otra perspectiva del debate en política, la que presupone que la confrontación se da entre pares (ahora es políticamente incorrecto decir entre “iguales”), pero quiere decir lo mismo, ya que quienes debaten deben, al menos, reconocer a sus interlocutores como dignos de controvertir, algo que, como se ve, el Vice no reconoce en el país. La soberbia, por tanto, es una actitud que predispone, de antemano, al fracaso del debate o, como en este caso, ni siquiera lo reconoce como posibilidad.
Ninguna de las fuentes consultadas menciona si en los debates debe haber vencedores y perdedores pero, dado que su esencia es la confrontación, es probable que así resulte, al menos en la cultura política boliviana, cuando se califica los resultados de algún debate con expresiones como “lo hizo polvo”, “la dejó callada”, etc. El extremo es que el desacuerdo con las ideas del oponente conducen a su negación y descalificación. No se dice “no estoy de acuerdo”, sino “lo que piensas es una estupidez”.
Sin embargo, pese a la soberbia de algunos y al desencanto de otros por la supuesta pobreza de opciones de oposición, nadie puede dejar de reconocer que en la arena política de las próximas elecciones habrá diferentes posiciones. No debatirlas empobrecerá su contenido y le va a restar posibilidades a la libertad constitucional de derecho a la elección que tenemos las y los ciudadanos.
Quizá parte del fondo del asunto está en que en nuestra cultura política hemos asimilado con exageración la idea de “vencer o morir” y ésta ha limitado el debate como forma de comunicación y confrontación de ideas a su versión más mediocre y perversa, la de perder o ganar, en la que el oponente es sólo un adversario a derrotar. De este modo, la idea del debate, originalmente griega para la cultura occidental, se reduce a una batalla y en ésta siempre debe haber sangre. ¡Qué pena! Pierden las y los candidatos porque quedan encerrados en sus propios discursos, pierde la democracia porque se restringe al voto. Perdemos todos porque votamos por afiliación, interés prosaico, simpatía o antipatía. ¿Las ideas? En el fondo del cajón de cosas en desuso.
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