Miércoles, 25 de junio de 2014
 

RESOLANA

Juntuchas NO

Juntuchas NO

Carmen Beatriz Ruiz.- Nuestro sistema político tiene síntomas graves de autoritarismo. Y no son señales nuevas. Si miramos hacia atrás, se puede seguir la pista desde hace años, principalmente en los aciagos momentos de las dictaduras militares cuando el autoritarismo alcanzó su apogeo como forma de gobierno.
En la actualidad, el síndrome grave comenzó a expresarse ante una situación atípica en nuestra construcción democrática: el partido mayoritario, casi único. Este fue uno de los resultados de una débil oposición y de la votación aplastante con que la ciudadanía otorgó su confianza al Movimiento al Socialismo (MAS) en las sucesivas justas electorales que se vienen realizando desde hace ocho años.
Una adhesión casi sin fisuras hasta hace poco tiempo, cuando aún algunos de sus fervientes simpatizantes comenzaron a preguntarse si no sería mejor retacear un tanto de ese amor sin límites para poner límites a una forma de gobernar omnívora que, por añadidura, se cree omnipotente.
Los seres humanos siempre hemos buscado maneras de controlar el poder político. En la historia hay diversas figuras de fiscalización de los gobiernos, en cualquier forma que éstos adopten, desde la república romana pasando por las monarquías (las antiguas y las actuales) hasta repúblicas y Estados del siglo XXI. De esa forma se crearon y funcionaron los Parlamentos y cargos como los de los Tribunos de la Plebe, en Roma; los Defensores de la Ciudad de la época bizantina o el Defensor del Pueblo en Suecia. Esta figura, que se reconoce vigente desde 1713, fue luego constitucionalizada y, casi doscientos años después, irradiada hacia varios países de Europa, de donde luego pasó a América.
Pero no se trata sólo de instituciones. Cada persona de la ciudadanía debería actuar como defensora de los derechos fundamentales, entre los que están la libertad de elegir y ser elegidos y el derecho a la libre expresión. Por eso es importante la corriente de actuar democráticamente, a través del voto, dando un mensaje de límites en el uso del poder a los gobernantes.
A contramano de lo que parece una corriente de opinión que ha estado ganando fuerza, creo que las alianzas forzadas (o sea juntuchas, rejuntes, atadijos o revoltijos) para participar en las próximas elecciones presidenciales y de asambleístas previstas para el 12 de octubre de este año pueden terminar siendo un remedio peor que la enfermedad de la democracia que se quiere enfrentar.
Nuestra memoria corta nos ha mostrado ya el daño que pueden hacer las juntuchas. Como durante el segundo gobierno de Hugo Banzer Suárez y el segundo de Gonzalo Sánchez de Lozada, cuando se conformaron amplias alianzas que obligaron a que la mayor parte del tiempo y las energías de esos gobiernos estuvieran destinadas a parchar sus propios conflictos internos descuidando la mirada y la atención de los problemas del país.
Sobre todo, sin embargo, los revueltos electorales tienen vida corta porque juntan el agua con el aceite sólo para participar en las elecciones, sus acuerdos son superficiales y se centran en la designación de nombres para las candidaturas sin tocar el fondo de sus propuestas (si es que las hay).
Las alianzas forzadas fingen borrar las diferencias. Y de lo que se trata, precisamente, es que quienes votamos sepamos quién es quién, eligiendo, por tanto, la opción que realmente queremos, sin disfraces.