CARTUCHOS DE HARINA
La choza de mi memoria
La choza de mi memoria
Gonzalo Mendieta Romero.- Tony Judt, historiador inglés muerto hace unos años, dejó un libro “escrito” al final de su vida, cuando la atrofia le impedía moverse, salvo por los ojos y algún músculo facial. Él bautizó a su libro: El Chalet de la Memoria.
Con la ayuda de quién sabe qué artefacto que registrara sus recorridos nocturnos, Judt repasaba en su memoria lugares y rostros, engañando a su cuerpo inerte y dolido. En ese libro, Judt guardó sus viajes imaginarios por el chalet de su vida, erigido a imagen de la cabaña suiza en que los Judt vacacionaban hace más de 50 años, en la infancia de Tony.
El historiador pasó así las noches de sus últimos meses de vida. En esas veladas de muda soledad, no haber asentido con los párpados a la enfermera para que lo dejara en la postura cabal, tenía como efecto un infinito martirio, como si un estilete escarbara su espalda.
Judt fue sometido a esa tortura por un afanado demonio que se valía de la desventaja de su víctima, que ni acurrucarse podía en la cama. Hasta que leí el libro de Judt, desatendía el prodigio de estirar las piernas entre las sábanas, cambiando de lado el cuerpo a voluntad (y sin secuelas, a diferencia de lo que ocurre en la política o la ética), con el dominio de un genuino dios.
Judt tomó la idea del Chalet de la Memoria de un libro acerca del jesuita Mateo Ricci, el “primer” occidental en circular por Beijing. Ese libro se titula El Palacio de la Memoria de Mateo Ricci y narra la historia del jesuita que asombró con gimnasias mnemotécnicas, a la aislada China del siglo XVI. Ricci –cojo como el fundador de su orden religiosa– era un sabio que sustituía su ropa de cuervo jesuita por hábitos de seda –inculturándose–, sólo para ser oído en las claves culturales de su audiencia.
Ricci enseñaba a edificar palacios en la mente, en los que aposentos y gradas acogieran objetos que recordasen personajes, comarcas y fechas, que la mente retiene más fácilmente, por asociación, en matrimonio con la arquitectura.
Los escépticos (no faltan ni en la China) aseguraban, socarrones y altaneros, que los saberes de Ricci eran inservibles, pues tenían como requisito justamente una memoria de elefante, capaz de almacenar castillos con bártulos, utensilios e imágenes, en magnos ambientes.
Pese a la admirable astucia de Ricci, los esfuerzos que sus ejercicios de memoria demandarían me provocan simpatía por sus desconfiados críticos de la aristocracia china. Por sosiego y molicie, me sabe más serena la elección del sufriente Tony Judt, de acomodar en la memoria lo que venga deambulando, como objeto perdido en un lago, sin que se pueda avistar nada que no se presente a sí mismo sino por azar.
Y así, estos días la choza de mi memoria es ocupada por otro grande en padecimiento, Muhammad Alí, encendiendo la antorcha olímpica en 1996, procurando controlar su Parkinson, que le privó del habla con que desafiaba a sus rivales y a la costumbre.
También surge otro aquejado de Parkinson, Carlo María Martini –jesuita como Ricci– muerto hace algunos años, como Tony Judt. Martini fue predecesor ideológico de su hermano jesuita, Bergoglio. Y retorna el pícaro cartel de la Plaza del Vaticano, a la muerte de Juan Pablo II, con el cual se hacía barra para que Martini fuera Papa, con esa ingeniosa alusión espirituosa: “No Martini, no fun”.
Entre los adobes del muro de mi choza altiplánica, apilados encima de centenas de retratos, se reaniman los amigos muertos, quizá ahora charlando con Judt, Ricci y Martini sobre los dispares palacios de sus memorias. Flaco e inmune por siempre al mal que no logró alejarlo de nosotros, camina el periodista Jorge Canelas –ágil a sus años– por la acera de una calle de piedra comanche, o canta un himno de los Crosby, Stills & Nash, empuñando un vino.
Tony Judt escogió bien al acurrucarse en su alma y pasear por el chalet de su vida, dispendiosa en amigos, afectos, paisajes y figuras, las mismas que a todos nos llenarán, cuando toque vaciarnos de nosotros mismos –como decía Martini– y todo regrese, al final.
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