Domingo, 29 de junio de 2014
 

RAÍCES Y ANTENAS

Río continúa lindo y milagroso

Río continúa lindo y milagroso

Gonzalo Chavez A..- Viví nueve años de mi primera juventud en Río de Janeiro. Ahora vuelvo después de mucho tiempo a la ciudad que se define con absoluta justicia y pertinencia como ma-ra-vi-llo-sa, así, pronunciando sílaba a sílaba y disfrutando cada letra.
Las ciudades son como las buenas amistades, no importa el tiempo que pase o la distancia que separe, en el momento del reencuentro, mágicamente se reactiva la intimidad de la respiración y la complicidad de las esquinas y bares. Conozco los pliegues de esta urbe y todo el abecedario de sus noches y días; suena pretencioso pero es lo mínimo que puedo decir en agradecimiento a las 1.415 horas que pasé en el puesto nueve en la playa de Ipanema militando en la arena, cultivando el disfrute sin compromiso a base de agua de coco y cerveza estúpidamente fría. Además, como no voy a conocer la ciudad y sus voces, si parte de mi alma fue tallada con los versos y notas de las músicas de Cazuza y Zeca Pagodinho.
Río es una ciudad de grandes contrastes sociales y muchos problemas de violencia, pero hoy no hablaré de eso; el economista que habita en mí ha salido un ratito y felizmente no hay cómo ubicarlo.
Toda ciudad que descansa junto al mar o las montañas puede ser muy linda y ser modesta frente a los elogios; por ejemplo, cuando se le declara amor, ella responde con rubor fingido: No soy yo, son tus ojos, los que me ven divina. No es el caso de Río, que es hermosa porque le dio la reverenda gana a la naturaleza. Juntó bellos picos verdes, como el Corcovado donde está el Cristo; encantadoras lagunas, como la Lagoa, y un mar azul e inmenso que hace palidecer al infinito. Siempre he pensado que las playas son un bordado de arena y sol que hicieron las abuelas del tiempo, para abrazar a la ciudad con brisas de diversa estirpe.
Hasta aquí la descripción del cartón postal, pero ahora los llevaré a lugares que sólo los nativos, nacidos o cultivados, conocemos. El lunes, en general, es el día que hasta la bohemia más extrema descansa, pero no en el caso del Baixo Gavea de Río, un territorio urbano que decreta que los lunes son sin Ley. Allí y en ese día no se llega nunca antes de la medianoche y no todo mortal puede dar la cara. Se requiere de una contraseña para entrar al barrio y ésta se reparte el Domingo anterior, en el Arpoador, una montaña de piedra, que divide la playa de Copacabana e Ipanema, donde todos los días se aplaude efusivamente la puesta de sol, en especial el primer día de la semana, y al más entusiasta se le entrega el password para el San Lunes.
Otro coqueto canto de Río, menos conocido, es Santa Teresa, un barrio al que, preferentemente, se debe acceder de tranvía y sin pagar el ticket. El que compra un boleto inmediatamente se delata como turista y el tren o bondinho (la nh se pronuncia como ñ) cambia de dirección y no muestra los refugios de los militantes de la noche. El barrio se oculta, pero si uno va colgado del tren en la transgresión del viaje robado –Santa, su nombre corto– revela las centenas de casas, bares y fábricas de cultura donde se componen las mejores bossa-novas, se escriben los versos más malditos y apasionados y se pintan los cuadros más rebeldes que desde lo alto iluminan la ciudad. No es la cuna de la bohemia, sino el útero.
Finalmente está el Maracaná, el templo del fútbol, el otrora “o maior do mundo” (por favor en portugués, “o mais grande do mundo” es un error espantoso). Yo conocí al abuelo donde cabían 150 mil personas pero que parecían un millón. Tenía tres bandejas que temblaban los 90 minutos de un partido.
Estaba muy triste porque no conocería el nuevo Maracaná; conseguir un ingreso era una misión imposible en el auge de la Copa, pero los milagros existen. Por estas tierras afirman que el Creador es brasileño, aunque ahora me inclino a pensar que es ecuatoriano e inclusive boliviano. Veamos por qué. Mi hija es voluntaria de la Copa, trabaja en el Maracaná cuando hay partidos. El día 25 de junio estaba atendiendo a la gente en la puerta E del estadium, cuando un candidato a santo deportivo, de origen ecuatoriano, se le acercó y como decimos los paceños “de la nada” le regaló una entrada. Inmediatamente me llamó. Aleluya, eureka, recórcholis y otras expresiones de más grueso calibre que no puedo reproducir aquí. ¡Tenía una entrada para el partido Ecuador-Francia! Inmediatamente, me convertí en quiteño, feroz “torcedor” de la otra camiseta amarilla; aproveché la hipótesis que sostiene que todos los andinos somos parecidos, y repleto de agradecimiento fui a conocer el nuevo Maracaná y al benefactor, las entradas son numeradas. El campo deportivo está lindo, muy coqueto y moderno, pero se le nota que le faltan las otras 70 mil almas del viejo Maracaná. El bienhechor se llama Juan Valdivieso, un gran tipo, de esos que te hacen tener fe en la humanidad. Se dice que el fútbol es un substituto de la guerra, pero acciones como las de Juan muestran que la generosidad es más fuerte y que la suerte y los milagros existen. Le agradecí de todo corazón por la entrada y porque su acto me permitió inmortalizar una anécdota que ciertamente les contaré a mis nietos como lo hago ahora.