EDITORIAL
A 100 años de la I Guerra Mundial
A 100 años de la I Guerra Mundial
La persistencia de los mismos conflictos, 100 años después, obliga a confiar en la capacidad humana de aprender de sus peores experiencias
Hace unos días, el 28 de junio pasado, ha empezado en todo el mundo la recordación del inicio de la Primera Guerra Mundial. Y aunque las hostilidades comenzaron recién un mes después, el 28 de julio, hay consenso general al aceptar que el asesinato del archiduque Francisco Fernando fue el detonante y los 31 días transcurridos entre ese día y el estallido pueden ser contados como parte de una guerra cuyas secuelas, un siglo después, están todavía muy lejos de haberse disipado.
En efecto, y como no se cansan de hacer notar quienes observan y analizan los principales focos de conflicto en el escenario político internacional actual, los mismos nacionalismos, los mismos odios étnicos y religiosos, los mismos intereses económicos y geopolíticos que confluyeron para llevar a países y pueblos a tan feroz matanza están hoy tan vigentes como hace 100 años.
Lo que está ocurriendo estos días a lo largo de toda la frontera imaginaria que se dibujó tras la Primera Guerra Mundial es algo que sin duda da sólido fundamento a los mayores temores. Los recrudecimientos de las guerras entre facciones rivales del mundo islámico, la virtual disolución de Estados que fueron concebidos por los tratados de paz, la amenaza de guerra civil que se cierne sobre Ucrania, entre otros conflictos de actualidad, parecen dar la razón a quienes sostienen con temor que el escenario geopolítico mundial se parece cada vez más al que dio lugar a la guerra.
Sin embargo, y a pesar de la persistencia de muchos de los factores que hace un siglo desencadenaron el conflicto, hay también, felizmente, muy grandes diferencias. La más importante de ellas es que si durante los 100 años transcurridos la sociedad humana no ha logrado superar sus principales motivos de conflicto, sí ha logrado en cambio, y con mucho éxito, multiplicar exponencialmente su capacidad destructora.
La relación entre la persistencia de los motivos de conflicto y los profundos cambios en el potencial bélico de las partes contendientes no es pequeña. Paradójicamente, es esa desmesurada capacidad destructiva acumulada la que hace hoy inconcebible la posibilidad de que los gobiernos del mundo recaigan en la tentación de recurrir a las armas para zanjar sus diferencias, lo que a su vez mantiene siempre abierta la esperanza en que los medios diplomáticos no sean remplazados por los bélicos.
Una muestra de esa enorme diferencia es precisamente la que estamos viendo estos días cuando uno tras otro se desencadenan conflictos que durante los últimos cien años no fueron resueltos ni por las dos guerras mundiales ni por la infinidad de pequeñas guerras que no han dejado de asolar las regiones más conflictivas del mundo. Es que si hoy se recurriera a las armas con tanta ligereza como hace cien años, la magnitud de la matanza no podría ser ni remotamente comparada con la que se produjo con la tecnología bélica por entonces disponible.
Sin embargo, y a pesar de que se suele dar por supuesto que la experiencia acumulada durante las dos guerras mundiales es más que suficiente para descartar cualquier posibilidad de reincidir en ese camino, son también muchas las voces que advierten sobre lo peligrosa que puede ser la excesiva confianza en la capacidad humana de aprender de sus peores experiencias.
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