OJO DE VIDRIO
Los secretos de Gabo
Los secretos de Gabo
Ramón Rocha Monroy.- El realismo mágico tiene una anécdota clave en la vida de Gabriel García Márquez. Su novela Cien años de soledad, fundadora del género, tenía cuartillas borroneadas sin orden ni concierto porque el escritor no hallaba las armonías precisas, los acordes para interpretar su canción, y entonces decidió tomar unas vacaciones junto a su familia; pero a medio camino dio con la clave y las vacaciones se terminaron, porque la familia entera retornó y el escritor se encerró a redactar, ahora sí, la gesta que lo llevó al final al Premio Nobel. Como para confirmar que lo último que uno debe desearle a una hija es que se case con un escritor, esos seres tan aburridos que son capaces de suspender una vacación y encerrarse en su escritorio tan sólo por haber descubierto una clave de su narrativa.
La clave consistía en algo sencillo: en Macondo, los hechos más ordinarios en el mundo moderno eran sobrenaturales, mientras los hechos sobrenaturales eran los más comunes. Así el coronel Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, había de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. ¡El hielo! ¡Agua dura en el calor de Aracataca, o de Macondo! En cambio, era perfectamente natural que Remedios la Bella ascendiera a los cielos sábanas y todo, mientras las colgaba en los alambres.
Esos territorios desdeñados por la razón occidental, pero próximos a otras fuentes de la percepción como la observación directa, la intuición, el tinkazo, el lenguaje de los sueños, eran afines a la alquimia. Quizás por eso el propio Coronel Buendía buscaba la piedra filosofal, cómo convertir cualquier metal en oro, y al final de su experiencia, cuando le preguntaron qué parecía ese cuerpo oblongo y ominoso que secaba en la sartén dijo una sola palabra: Mierda. No era oro, era puchi o parecía serlo.
Pues bien, en una lectura reciente de La formación del espíritu científico, de Bachelard, el creador del concepto de obstáculo epistemológico, hay una afirmación que no sé si leyó García Márquez, pero si no lo hizo, debió hacerlo. Dice Bachelard que la observación directa es amiga de las generalizaciones abusivas, propias de pajpacos y merolicos, y es un obstáculo epistemológico para el desarrollo del pensamiento científico, que no se apoya en la observación directa sino en el análisis matemático. Aún más: la ciencia superada por la razón, es decir, la ciencia antigua, de los inicios del uso de la razón a la explosión del siglo XVIII, parece hoy un capítulo del humorismo o de la literatura del absurdo. Basta leer las notas de Hipócrates, de Tales, Anaximandro y Anaxímenes, como también del propio Diderot, redactor de la Enciclopedia, para reírse de sus apreciaciones aparentemente científicas y sus generalizaciones arbitrarias, sin fundamento, tales como algunas expresiones de la medicina natural, que postulan la maca, la coca, la stevia y otras hierbas como remedios universales.
Basta la intervención de la razón para poner las cosas en su sitio, acotar las investigaciones, dar más relevancia a las excepciones que a las generalizaciones abusivas y actuar, perdonen la expresión, como aguafiestas, porque eso hace un científico cuando se topa con un neófito: neutralizar sus ilusiones y reducirlas al mínimo.
Un literato usa la razón sólo para componer su narración, pero no el argumento. Ahí está la clave. Lo que sirve de la ciencia ya superada por la razón es puramente literario. Un personaje literario que cree en los cuatro elementos (y no en los centenares que descubrió Mendeleiev) o en los milagros de Santa Rita, en el bestiario alimentado por tantas mentalidades célebres o en las explicaciones sobrenaturales de fenómenos terrestres, es un personaje exitoso. En cambio, no lo es, porque no tiene ninguna gracia, un científico, un aguafiestas, un frecuentador de la razón occidental.
De eso parece estar teñido el realismo mágico. En fin, es una hipótesis.
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