COLUMNA VERTEBRAL
El país de los discursos huecos
El país de los discursos huecos
Carlos D. Mesa Gisbert.- No existe ninguna posibilidad de construir un modelo político y social de transformación y cambio si no se entiende que su base debe construirse en la fortaleza y consistencia de los valores éticos de la sociedad donde ese cambio se propone. No es un camino unilateral y vertical, en el que lo dicho es parte de una retórica vacía que nada tiene que ver con los patrones de comportamiento individual y colectivo, y sobre todo con la comunidad imaginada por sus miembros. Debiera ser, por el contrario, un camino de ida y vuelta.
La ruptura total entre lo que se dice y lo que se hace, acaba por imponer una brutal esquizofrenia en la que las palabras son progresivamente vaciadas de contenido. Peor que eso, se produce una ruptura de tal magnitud que el vacío sustituye cualquier elemento profundo de lo que se dice. El discurso comienza a transitar una ruta absurda de lugares comunes y huecos cuyo contraste con la realidad, con la verdad de las cosas, es tal, que termina por formar parte del paisaje.
Comportamiento honesto, transparencia, austeridad, relación armónica del ser humano con la naturaleza, búsqueda del vivir bien, respeto a la madre tierra, recuperación de los valores ancestrales, reciprocidad en el contexto de una sociedad comunitaria, respuestas propias ante las deficiencias de las propuestas de Occidente… palabras, palabras que se lleva el viento de los Andes ante una evidencia abrumadora, la imposibilidad de construir una sociedad real de valores, en los que la raíz ética sea lo suficientemente poderosa como para sembrar en tierra fértil. Nuestra deficiencia fundamental, la de todos, no sólo de aquellos que dicen representar la reserva moral del país, sino de los diversos estratos, las regiones, la totalidad del conglomerado boliviano, es que no hemos construido un modelo de comportamiento, carecemos de la argamasa entre reflexión y acción que nos de consistencia.
Es sin duda un tema de educación, más allá de la colección interminable de adjetivos que provocan escepticismo cuando no sorna, no porque sean muchos y muy grandilocuentes, sino sobre todo porque nada tienen que ver con una realidad dramática y brutal, en la que campea la ignorancia. Educadores mediocres, malos o muy malos, estructuras de formación basadas en la repetición interminable de un pasado decimonónico mal maquillado de tecnología, pero sobre todo la incapacidad de transmitir valores e ideas con contenido verdadero. No hay una renovación en la base de la sociedad. Padres y madres repiten una lógica en la que se mezcla la resignación con el descaro. Hay una conciencia subyacente de imposibilidad de que nuestra línea torcida se pueda enderezar. Una simple coartada, no hay ninguna línea torcida en ninguna parte del mundo que no pueda cambiarse, no existe sociedad humana alguna que no pueda entender sus deficiencias y actuar en la dirección adecuada para superarse, siempre y cuando el discusión ideológico y sobre todo el discurso moral, no sea una grosera suma de autojustificaciones y de excusas.
El decir que tienes una cultura superior no te convierte en superior, responder con la misma falta de racionalidad a la mirada condescendiente de la cultura occidental o supuestamente occidental con la misma condescendencia, es absurdo. No se combate el esencialismo con esencialismo, no se construyen paraísos afirmando con castillos de naipes que esos frágiles naipes son paraísos.
Tan nocivo es repetir hasta la saciedad que somos un fracaso, que no tenemos condiciones para vivir mejor (o vivir bien), como afirmar exactamente lo contrario, en ambos casos sin otro fundamento que la comodidad del victimismo o la invención de mundos que no existen en otro lugar que no sea la ilusión de que decir algo lo convierte automáticamente en verdad.
Ninguna premisa que pretenda congelar el tiempo tiene sentido, porque no hay comunidad humana que pueda afirmarse en el inmovilismo. El mundo indígena, como el europeo o el asiático, están destinados al cambio, a la dinámica, a la transformación, a avanzar en una determinada dirección en la que inevitablemente se recibirán elementos ajenos que terminarán por formar parte de un todo que antes fue distinto y que mañana será otro, tan otro como lo es el presente con relación al pasado.
La respuesta no está en el estéril debate en el que pareciera que lo único posible es demostrar cuán mejor soy yo que los demás, está en la certeza de que la transformación interior sólo se aprecia en la acción, decir y hacer deben ser una misma cosa. El hacer del país debe pasar por una revolución interior de la colectividad, por la certeza de que hay cosas que no pueden perpetuarse. No puedes predicar reciprocidad en medio del materialismo más descarnado, no puedes predicar armonía con el medio al lado de montañas de basura, no puedes predicar responsabilidad colectiva y acción comunitaria si después de una fiesta y una borrachera monumentales una tercera parte del a fuerza de trabajo se toma uno o dos días laborables para reponerse del chaqui. No se puede hablar de valores superiores a Occidente si a la hora de pagar un salario, reconocer un número razonable de horas de trabajo, unos derechos sociales, y un criterio de ahorro para garantizar el futuro, nos encubrimos con falsas cooperativas que no son otra cosa que nidos de explotación y enriquecimiento de unos pocos o empresas productivas informales que sobreexplotan sin consideración alguna a sus trabajadores.
Vivimos una ficción discursiva, una borrachera de conceptos que disfrazan una dramática verdad, en todos los niveles de nuestra sociedad.
La ética es una construcción compleja y difícil, pero imprescindible, no está hecha de palabras sino de ejemplo y acción de todos los días, algo de lo que hoy carecemos de forma alarmante.
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