Jueves, 24 de julio de 2014
 

EDITORIAL

Producción de coca

Producción de coca



Tarde o temprano tendremos que debatir con seriedad y visión de largo plazo sobre la mejor manera de enfrentar el problema de la coca y la cocaína

En el tema de la coca, el Gobierno muestra, en forma permanente, una actitud ambivalente. Por un lado, probablemente por las crecientes presiones de los productores de coca y la cercanía de las elecciones generales, ha autorizado a los productores de coca afiliados a la Asociación de Productores de Coca de La Paz a ampliar su área de cultivo de seis a ocho taques; el Presidente del Estado ha prometido aumentar los catos de coca en el Chapare en la próxima gestión y el Viceministro de Defensa Social y Sustancias Controladas que luego de la realización de las elecciones generales será tratada en la Asamblea Legislativa una modificación de la Ley 1008, del Régimen de la Coca y Sustancias Controladas, promulgada en julio de 1988, y cuya derogatoria, paradojas de la vida, fue una de las banderas de lucha del MAS, pero que a más de ocho años de gestión gubernamental sigue siendo una promesa incumplida.
Pero, al mismo tiempo, el Gobierno, más allá de la retórica, mantiene como política oficial la concepción coercitiva de lucha contra la producción, comercialización y consumo de drogas ilegales vigente desde mediados de la década de 1970, a cuya base se encuentra el uso de la hoja de coca excedentaria.
Así, nos encontramos con una contradicción permanente del actual Gobierno sobre este tema, lo que puede explicarse, en gran medida, por dos razones. Una, la defensa de la hoja de coca y la resistencia a su erradicación han sido consignas centrales de la creación del liderazgo del Presidente del Estado mientras estuvo en el llano. Pero, una vez instalado en el poder y para evitar “estigmas”, el Gobierno no propone una política autónoma sobre el tema y, especialmente, la producción y comercialización de cocaína y sus derivados. Y cuando se habla de autónoma no se hace referencia a la expulsión de algunas agencias estadounidenses de lucha contra el narcotráfico –que, finalmente, es sólo un símbolo– sino porque la concepción de la política vigente (no la retórica) tiene su origen en la estrategia estadounidense sobre el tema y que se ha ido reproduciendo, pese su evidente fracaso, hasta la fecha.
La otra, que si se avanzara en una nueva propuesta que incluyera niveles de descriminalización del consumo de drogas, por ejemplo, los precios de la materia prima caerían drásticamente.
Estas razones harían que el Gobierno se muestre excesivamente tímido y temeroso ante las propuestas –que se extienden en el planeta– de revisar la forma de lucha contra el narcotráfico, y más bien se alinee tras la más retardataria, pero, al mismo tiempo –sea por campaña electoral o porque se cree que es justo hacerlo o porque se crea que puede ser una avivada– autoriza ampliar las áreas de cultivo de coca, sabiendo que los excedentes del consumo de coca con fines lícitos se van a la fabricación de droga ilegal.
En tiempo de campaña estas actitudes ambivalentes pueden pasar desapercibidas. Pero, las condiciones internacionales e internas obligarán a que debatamos con seriedad y visión de largo plazo cómo el país enfrentará el complejo fenómeno de la coca y la cocaína.