EDITORIAL
El Pilcomayo, un problema que no se puede soslayar
El Pilcomayo, un problema que no se puede soslayar
Antes de que sea la intervención de factores externos la que tome cartas en el asunto, es de esperar que las reparticiones involucradas en el tema asuman la responsabilidad que les corresponde
Más de tres semanas han transcurrido desde que el pasado 4 de julio colapsara el dique de contención de colas de la empresa Santiago Apóstol, uno de los muchos ingenios mineros que amparados en la figura del cooperativismo operan en las minas de nuestro país, y todavía no se tiene una información oficial sobre lo que está ocurriendo con las aguas del río Pilcomayo.
Lo poco que hasta ahora se conoce sobre el tema se nutre de dos vertientes de información. Por una parte, las fuentes oficiales que, tanto desde algunas reparticiones responsables de asuntos mineros como las encargadas de velar por el medio ambiente, sólo coinciden en minimizar la magnitud del problema. Se han esmerado en restarle importancia al “accidente”, han tratado de liberar de toda responsabilidad a la empresa minera y han denunciado una especie de campaña de exageraciones supuestamente inspiradas en el afán de darle al asunto más importancia de la que en realidad tiene. Por otra, están las versiones de quienes afirman que lo que está ocurriendo con el río Pilcomayo es un desastre ambiental de enormes proporciones y exigen, en consecuencia, que las medidas que se adopten al respecto sean proporcionales a la magnitud del problema.
Entre ambas maneras de abordar el asunto, la oficial es la que parece menos convincente. Es que a medida que transcurren los días y se conocen más detalles sobre la real magnitud del problema, sobre sus causas y sus antecedentes, no hay manera de dar crédito a quienes se esmeran por dar por cerrado el caso como si de un insignificante incidente se hubiera tratado.
En comparación con las versiones oficiales, más creíbles parecen muchos otros que sostienen que la contaminación ocasionada por la mina Santiago Apóstol, a pesar de ser más grave de lo que se quiere reconocer, es sólo un caso más entre muchísimos otros que han ido acumulándose durante los últimos años ante la mirada impasible de las autoridades gubernamentales, y no sólo del Gobierno central, sino también de los gobiernos departamentales y municipales.
Para dar una idea de la densidad del telón de fondo y de la complejidad del problema que se esconde tras el más reciente caso, quienes se preocupan por las consecuencias medioambientales de la minería dan algunos datos de por sí reveladores. Afirman, por ejemplo, que de las 187 empresas e ingenios mineros registrados apenas un 20 por ciento cuenta con licencia ambiental. Y de esas pocas licencias ambientales, muchas habrían sido obtenidas sin cumplir las condiciones fijadas por las leyes vigentes.
Hasta ahora, la controversia sobre el caso fue soslayada con relativa facilidad porque en las organizaciones ambientalistas de Bolivia han perdido durante los últimos tiempos buena parte del vigor que en otros tiempos las caracterizaba. Sin embargo, hay organismos internacionales, como la Organización Mundial de la Salud, y también los gobiernos de Argentina y Paraguay, que no están dispuestos a dejar pasar por más tiempo lo que ya es calificado como un crimen ambiental de trascendencia internacional.
Por eso, y antes de que tenga que ser la intervención de factores externos la que tome cartas en el asunto, es de esperar que las reparticiones involucradas en el tema asuman la responsabilidad que les corresponde.
|